EL MUNDO. MIÉRCOLES 7
AGOSTO DE 2019
D E V E R A N O
E N P O R TA DA HOJA Nº^23
renuncian a la tecnología
pero, al final, el suyo es un
oficio muy físico y muy
duro: «Te queda la belleza».
La lucha de los tres
últimos maestros
sopladores de vidrio se ha
trasladado últimamente del
calor tórrido del taller al frío
grisáceo de la burocracia.
La pasada primavera,
y tras muchísimo papeleo,
el Consejo de Patrimonio
Histórico acordó la
presentación del expediente
para la declaración del
vidrio soplado como
Manifestación Representa-
tiva de Patrimonio Cultural
Inmaterial en España.
Mientras eso llega, y
mirando al cielo por si a ese
nubarrón le da por
descargar, Diego empieza a
echar en el horno paladas
de copas rotas. Tintinean un
segundo y después, silencio.
Sólo el zumbido del soplete
que devolverá al cristal a su
estado líquido en
aproximadamente tres
horas y 1.200 grados,
suficientemente líquido
para que él pueda jugar a
hincharlo con sus
pulmones, una pompa al
final de esa larguísima caña
metálica que carga a pulso y
gira, gira, gira.
Queda media tarde para
que dé comienzo la
exhibición y la gente ya se
agolpa en la plaza, detrás
de las vallas metálicas. No
saben qué pasa, pero es que
el fuego tira mucho.... un
rato. Porque no hay relevo
generacional. Quedan tres
maestros, y se acabó. En
pleno siglo XXI, poca gente
joven se enamora de la
dureza del taller, del calor
sofocante, de las heridas de
guerra en forma de
quemaduras. Los niños
quieren ser youtubers, no
sopladores.
«Es cultural», alega Igor,
y mira a Francia. Allí se
sopla vidrio en las escuelas.
Aquí, en cambio, el
desconocimiento general
puede dar lugar a
situaciones tragicómicas.
Como aquella vez que a
Rafa lo paró un guardia civil
en un un control de
carretera y, alcoholímetro
en mano, le preguntó:
–¿Profesión?
–Soplador.
De milagro se libró
de que lo acusaran
de desacato.
Diego Rodríguez,
maestro en la Real
Fábrica de Crista-
les de La Granja.