EL MUNDO. JUEVES 5 DE SEPTIEMBRE DE 2019 HOJA Nº 25
P A P E L
E N P O R T A D A
mandamientos: «No
insultar al teléfono, no
suplicar al teléfono, no
negociar con el teléfono,
no lanzarlo al otro lado de
la habitación...».
Haig, que ha vendido un
millón de ejemplares en
Reino Unido y ha sido
traducido a 40 idiomas, es
un hombre que considera
que ha vivido agobiado
mucho tiempo. Está
angustiado tanto por el
futuro de dentro de
10 años como por los
(aún más angustiosos)
próximos 10 minutos.
Sus temores son casi
patológicos. Una prueba:
recordando las impactantes
campañas de salud pública
emitidas en televisión en los
años 80, el escritor inglés
escribe lo siguiente: «Años
antes de que tuviera sexo, a
mí me resultaba fácil
imaginar que tenía sida».
El bombardeo virtual es
algo bastante reciente.
Tengamos en cuenta que
en el año 2000 no existían
Gmail, Netflix, ni
WhatsApp o YouTube y
que nadie había inventado
las bitcoins. Por supuesto,
nadie sabía lo que era un
selfi, ni podía imaginar
que la Fundéu BBVA
elegiría ésta como palabra
del año en 2014. Estos
canales de información
están tan presentes que da
la impresión de que antes
de su nacimiento nos
comunicábamos por
tantán. Si a un adolescente
se le habla de la era
pre-internet, es posible
que asocie ese periodo
casi lindante con el
Paleolítico.
El yo de internet es una
máquina de anhelos. Si
hoy, 5 de septiembre,
tecleamos en Google
«cómo puedo ser...», las
cinco primeras opciones
de autocompletar
aparecidas en España son:
«feliz», «youtuber»,
«millonario», «rico» y
(curiosamente)
«misionero». Este
buscador ejerce no sólo de
oráculo, sino también de
pozo de los deseos de la
comunidad.
Rara vez somos
conscientes de que
nuestras emociones no son
nuestras, de que nos
vienen dadas por la masa
virtual. Para Haig esto no
implica una crítica ludita.
La tecnología tiene
aspectos muy positivos. No
vivimos en un mundo que
es peor que el de hace 50
años –incluso utiliza el
optimismo estadístico
popularizado por el
psicólogo experimental
Steven Pinker para
defender las bondades de
la época actual–, pero
también está detrás de la
formación de individuos
nerviosos e infelices.
Porque para escuchar
que el mundo va fatal no
necesitamos a Matt Haig ni
a nadie, para eso tenemos
Twitter, el mayor
termómetro del cabreo
ideado por el ser humano.
Incluso Instagram, la red
social del buen rollo tiene
su lado oscuro.
P. ¿Cómo redefine
Instagram nuestra
percepción de la belleza?
R. Instagram no nos ofrece
una ventana al mundo. No
es una muestra
representativa de la
sociedad. Las personas ven
las publicaciones más
populares de aquéllos a
quienes siguen, por lo que
desde el principio se
convierte en una
representación desigual.
Especialmente porque la
gente sigue a muchos
famosos o personas
convencionalmente
atractivas. Instagram nos
va moldeando poco...
P. ...Entonces Instagram y
las demás redes crean una
expresión homogeneizada
de belleza.
R. Tal vez. Pero
para mí el verdadero
problema es que la
tecnología pronto
permitirá reflejarnos de
forma muy diferente a lo
que somos en la realidad.
Esto va a hacer que las
personas tengan
dificultades para aceptar
su propia apariencia.
Incluso más que hoy.
Otro de los desasosiegos
del inglés radica en la
próxima robotización de la
sociedad y en que la
inteligencia artificial tenga
sentimientos. Para
protestar por el imparable
devenir del progreso
tecnológico, Haig boicotea
las cajas de autoservicio
de los supermercados en
un gesto de desafío pro
independencia de lo
humano.
Quizás por ese
gamberrismo ético
describe las redes como
una resaca de soledad para
la que es inútil el
ibuprofeno: «Con ellas se
tiene la sensación de estar
en un bar a las tres de la
madrugada cuando tus
amigos ya se han ido a
casa».
P. Su odio a Twitter es
público, aunque tiene una
cuenta con 332.000
seguidores. ¿Por qué los
periodistas lo
sobrevaloramos cuando
los tuiteros son sólo una
pequeña parte de la
sociedad?
R. Twitter es donde los
periodistas pasan gran
parte de sus vidas, por lo
que no sorprende que se
convierta cada vez más en
noticia. Mi problema es
que es un medio diseñado
para el conflicto.
En este caso, Matt Haig
ha desenterrado el hacha
de guerra.
P. Dice que los
adolescentes están más
cómodos interactuando en
línea que en una fiesta.
¿Pueden los smartphones
destruir socialmente a una
generación?
R. El problema es que
nuestra sociedad considera
que la salud mental es
secundaria respecto a la
salud física. Hablamos
todo el rato de dietas, de
deporte y de horas de
sueño, pero no sobre
nuestro bienestar
psicológico.
P. ¿Es posible vivir
desconectado en 2019 sin
ser un marginado?
R. Es muy difícil. Ya gran
parte de nuestras vidas
(trabajo, compras y
relaciones personales)
están unidas al uso de la
tecnología, pero creo que
las personas deberían ser
conscientes del tiempo
consumido y de lo adictiva
que puede llegar a ser.
La respuesta
de Haig la
refrendan
estudios
recientes. Una
investigación
publicada en
Computers in
Human
Behavior
advierte que el
uso de siete de
las 11 redes
sociales más
populares
multiplica por
tres el riesgo de
sufrir depresión
y ansiedad si se
compara con
personas que
sólo usan dos o
ninguna. Los usuarios de
Facebook tienen más
síntomas depresivos que
los que no lo usan.
Las redes de la Red cada
día son más resistentes y
opresivas. Venden un
sentimiento de superación
enfermizo. La publicidad o
las fotos de una influencer
de la moda reflejan cuerpos
y rostros fabulosos, de
mentira. Ahí radica la
trampa denunciada por
Haig: para que la gente
quiera superarse primero
hay que hacer que se sienta
insatisfecha con ella
misma.
«Siempre estamos un
poco por detrás de nuestro
yo de internet», advierte.
revista Journal of
Travel Research,
muestran que aunque
muchos viajeros
experimentaron al
principio ansiedad y
frustración, al cabo de
unos días aseguraron
haber disfrutado e
incluso sentirse
liberados. Eso sí, unos
tardaron muy poco en
adaptarse y a otros les
llevó más tiempo.
«En nuestro mundo
actual, permanente-
mente conectado, la
gente está acostum-
brada a recibir
información de forma
constante. Pero cada
vez hay más personas
cansadas de esta
conexión continua a
través de la tecnología
y por eso se está
poniendo de moda el
turismo sin internet
(digital-free tourism
en inglés)», reflexiona
Wenjie Cai, investiga-
dor de la University of
Greenwich Business
School y autor
principal del estudio.
Según Cai, los partici-
pantes afirmaron que
durante sus viajes
analógicos tuvieron
mayor contacto con
otros viajeros y con
población local, y
pasaron más tiempo
con sus acompañan-
tes. Muchos subraya-
ron que al no distraer-
se con los mensajes,
notificaciones y
alertas habituales,
estuvieron mucho más
atentos a lo que veían
y a lo que pasaba a su
alrededor. Sin embar-
go, prescindir de
Google Maps, por
ejemplo, causó
ansiedad a algunos de
ellos, temerosos de no
poder orientarse.
Y es que para muchos
turistas, la tecnología
es una parte importan-
te de sus viajes. De
hecho, un informe
británico de 2017 (The
UK Gadget Habit
Report) reveló que la
gente tiende a llevarse
de vacaciones un 38%
más de dispositivos de
los que suele utilizar
TURISTAS SIN
MÓVIL: DE LA
FRUSTRACIÓN A
LA LIBERACIÓN
Quizás hayas intenta-
do seguir durante las
vacaciones el recu-
rrente consejo de
olvidarte del móvil
para desconectar.
Pero en un mundo
hiperconectado en el
que usamos internet
para casi todo,
incluidas muchas
actividades de ocio,
una cosa es decirlo y
otra poder cumplirlo.
Ya hay hoteles en los
que, conscientes de lo
difícil que es prescindir
voluntariamente de
ellos, incautan los
dispositivos móviles al
llegar. Que nuestra
debilidad no sea un
obstáculo para lograr
el tan recomendado
detox digital.^
Pero, ¿cómo nos
sentimos cuando
dejamos de usar
nuestros dispositivos
de la noche a la
mañana? ¿Realmente
nos hace disfrutar más
de nuestro tiempo libre
o estamos tan acos-
tumbrados a consul-
tarlos que dejar de
hacerlo nos angustia?
Un equipo de científi-
cos de Reino Unido y
de Nueva Zelanda se
hizo esta pregunta y
para responderla,
examinó sus propias
emociones y las de 24
personas antes,
durante y después de
sus vacaciones, en las
que tuvieron restringi-
do el acceso a móviles,
ordenadores, tabletas
y navegadores. Los
participantes, proce-
dentes de siete países,
viajaron a 17 destinos y
sus estancias tuvieron
distintas duraciones.
Pues bien, los resulta-
dos, publicados en la
en su día a día. Los
mapas de carretera
han sido sustituidos
por los navegadores
para llegar a nuestros
destinos, buscamos
recomendaciones y
reservamos restau-
rantes y hoteles a
través de aplicacio-
nes, hacemos fotos y
vídeos y los comparti-
mos a través de las
redes sociales.
Pero sin internet, los
consejos para el viaje
llegaron a través de
otras personas.
Algunos participantes
destacaron que, al
conversar más con
otros viajeros y con
población local,
obtuvieron excelentes
recomendaciones e
información sobre
sitios interesantes no
incluidos en guías o
en sitios de viajes.
El destino también
influyó: los que fueron
a ciudades experi-
mentaron más
ansiedad y frustración
que aquellos que
optaron por unas
vacaciones rurales.
Una vez que volvieron
a encenderlos,
muchas personas
dijeron sentirse
«abrumados» por la
avalancha de mensa-
jes y notificaciones
recibidas tras varios
días off. No obstante,
aseguraron que
volverían a repetir la
desconexión digital.
También hubo partici-
pantes que, aunque lo
intentaron, no lograron
prescindir del móvil y
admitieron haberlos
encendido, bien
porque no se sentían
seguros, porque se
habían perdido o
porque tuvieron
asuntos personales
que les obligaron a
estar conectados.
TERESA GUERRERO
EL USO DE MÚLTIPLES
REDES SOCIALES
HA SIDO RELACIONADO
CON LA ANSIEDAD
Y LA DEPRESIÓN
“INSTAGRAM NO NOS
OFRECE UNA VENTANA
AL MUNDO. NO ES UNA
SECCIÓN TRASVERSAL
DE LA SOCIEDAD”