Un viejo aforismo (no por cínico, menos
cierto) asegura que las guerras sirven pa-
ra aprender geografía y las crisis, econo-
mía. El conflicto de la antigua Yugoslavia
nos ayudó a poner en el mapa
un montón de lugares que solo
nos sonaban del baloncesto:
[Cibona de] Zagreb, [Bosna de]
Sarajevo, [Jugoplastika de]
Split... Por su parte, los cho-
ques petroleros de los 70 nos
enseñaron el daño que ocasiona
la inflación; las tormentas fi-
nancieras de los 90, lo nocivo
que es el descontrol del gasto
público, y la Gran Recesión, lo
malsano que es el déficit co-
mercial. Como señalaba Luis
Ángel Rojo, el milagro español
de las últimas décadas ha sido
“en gran medida un éxito de
educación económica”. La ciu-
dadanía (o una porción signifi-
cativa de ella) ha comprendido
que los desequilibrios, ya sea
en los precios, los presupuestos
del Estado o la balanza de pa-
gos, terminan corrigiéndose por
las buenas o por las bravas.
Por eso, resulta inquietante la
evolución reciente del sector ex-
terior. Cuando en 2008 quebró
Lehman Brothers, nuestra necesidad de
financiación externa era del 10% del PIB,
lo que nos condenó a un durísimo ajuste.
En los años siguientes logramos cerrar
esa brecha hasta alcanzar un superávit
por cuenta corriente del 2,3% en 2016. Pe-
ro desde entonces ese colchón ha ido
adelgazándose y, en abril pasado, se ha-
bía reducido al 0,7%. ¿Qué hay detrás de
este deterioro? ¿Volvemos a caer en vie-
jos vicios?
Lo primero que conviene apuntar es que
la recuperación vivida desde 2007 tiene
unos fundamentos más sólidos. Los ante-
riores superávits de nuestra balanza de
bienes y servicios habían venido precedi-
dos por una devaluación monetaria, que
abarataba los artículos denominados en
pesetas y espoleaba sus ventas. Era un
auge efímero, porque la propia presión
de la demanda se trasladaba a los pre-
cios, que no tardaban en recuperar el ni-
vel de partida y neutralizar la ganancia
de competitividad.
Esta vez, la pertenencia a la eurozona
nos ha impedido recurrir a una deva-
luación y, sin embargo, el saldo positi-
vo registrado desde 2012 ha superado
cualquier otro observado en el último
siglo, tanto en volumen como en dura-
ción. Para encontrar algo similar hay
que retrotraerse hasta la Primera Gue-
rra Mundial.
El éxito hay que atribuírselo al sector
privado. El desplome del mercado local
obligó a muchas compañías a buscar
clientes fuera. Las manufacturas, por
ejemplo, han reemplazado con ventas en
el extranjero en torno a un tercio de las
que habían perdido en la piel de toro.
También se han diversificado los desti-
nos. En 2000 el 73,1% de las exportacio-
nes se dirigía a la Unión Europea. Ahora
únicamente va el 52,7%. Casi la mitad
acaba en regiones emergentes de gran
crecimiento, como Asia, Latinoamérica, el
norte de África o Oriente Próximo.
Naturalmente, de nada habría servido
que nuestros aguerridos empresarios se
hubieran lanzado por ahí fuera si no hu-
bieran tenido algo que ofrecer. ¿Qué le
hemos estado dando al mundo para que
nuestra cuota en el comercio internacio-
nal haya crecido más deprisa que la ale-
mana o la italiana? ¿Una cartera de artí-
culos selectos? No parece. Según la Comi-
sión Europea, nuestros productos tienen
una calidad baja, y lo mismo concluye el
Índice de Complejidad Económica, que
mide la intensidad de las exportaciones
en conocimiento. Ocupamos el puesto 28.
En la eurozona, solo los griegos quedan
peor.
¿Cuál es, entonces, la clave del brillan-
te comportamiento del sector exterior es-
pañol? La caída de los costes laborales
unitarios inducida por la reforma laboral
de 2012. Ella sola explica entre el 10% y
el 25% de nuestra mejora de competitivi-
dad, según los cálculos elaborados por el
investigador Jorge de Salas para el Fon-
do Monetario Internacional.
Por desgracia, como señala Antonio Bo-
net, presidente del Club de Exportadores
e Inversores, en el reportaje que
publicamos en este
número, “el impulso
de la reforma labo-
ral se ha agotado”.
En su opinión, “se-
ría un grave error
dar marcha atrás”,
como plantea Pedro
Sánchez, pero Bonet
tampoco aboga por
otra ronda de reba-
jas salariales, por-
que no sería soste-
nible ni social ni
comercialmente.
Ha llegado el mo-
mento de reanudar el proceso de
liberalización que se abandonó
en 2012 y que todos los organis-
mos internacionales coinciden
en reclamarnos. Unos mercados
de productos y servicios más di-
námicos y más abiertos, en los
que se facilitara la entrada de
nuevos competidores, obligarían
a nuestras empresas a ser más
diligentes en la incorporación de
tecnología y a preocuparse más por la
formación y por la productividad de sus
empleados.
La situación no es dramática. Hemos te-
nido el peor comienzo exportador desde
2009 porque el contexto global se ha
vuelto menos favorable por culpa del bre-
xit, la guerra comercial y la subida del
petróleo. Como señala Jordi Singla en un
artículo para CaixaBank Research, “los
indicadores de competitividad de la eco-
nomía española siguen exhibiendo una
muy buena evolución”. Pero no nos dur-
mamos en los laureles. España ha pro-
gresado adecuadamente en muchas ma-
terias, pero la libertad de mercados se
nos resiste. Ojalá no necesitemos
otra recesión para aprenderla.
EL MOTOR DEL
SECTOR EXTERIOR
EMPIEZA A TOSER
La caída de los costes laborales unitarios in-
ducida por la reforma laboral de 2012 ha sido
la clave de nuestra ganancia de competitividad
internacional, pero su impulso se ha agotado y
hay que ir pensando en nuevas liberalizaciones
E D I T
O R I A
L E S
2. 8
El superávit
registrado por
nuestra
balanza de
pagos ha
superado
cualquier
otro
observado en
el último siglo
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