Harper_s_Bazaar_Mexico_-_03_2019

(Marcos Rangel8XvY7R) #1

CRÉDITOS: JOSEPH SCHERSCHEL/ THE LIFE PICTURE COLLECTION/ GETTY IMAGES. TRADUCCIÓN: ITZCÓATL YEDRA HERNÁNDEZ.


LO QUE ME MANTUVO TR ANQUILA ESA


NOCHE Y LOS DÍAS POSTER IOR ES FUE LA


AR MADUR A QUE USÉ


Charlayne Hunter-Gault analiza sus experiencias pasadas en los primeros días
del movimiento de los derechos civiles, representados aquí por Uzo Aduba.

C


uando estaba en mi último
año de preparatoria, en
1959, comencé a buscar
escuelas que me ofrecieran
una manera de alcanzar mis
sueños de convertirme en
una periodista -un sueño que había anhe-
lado desde que tenía cinco años, al haber
visto a Brenda Starr, el personaje de me-
lena pelirroja de cómics que viajaba por el
mundo buscando historias por contar-. Cuando le dije a mi madre
que deseaba ser como Brenda Starr no me dijo que era un sueño
imposible para una niña afroamericana que provenía de la zona segre-
gada del sur. Simplemente me dijo con su acostumbrado tono casual:
“Si es eso lo que quieres hacer...”.
Esas sencillas palabras fueron las que me llevaron, a años después,
exitosamente retar al sistema longevo de segregación, cuando mi
compañero de clases Hamilton Holmes y yo logramos exigir la ad-
misión a la Universidad Estatal de Georgia, que llevaba 175 años con
estudiantes exclusivos de piel blanca.
El primer día, cuando entré al campus, me recibieron multitudes
gritando desagradables frases racistas y gritos como: “¡Vete a casa!”.
Pero en mi mente, recordaba cuando fui coronada en la primaria,
una ocasión en que mi familia fue quien más dinero recaudó en el
concurso anual, llevado a cabo para afrontar los problemas del país,
la inigualdad escolar y sus consecuencias -entre ellas los libros de
texto que heredábamos de las escuelas blancas, frecuentemente con
páginas faltantes-. Desde ese día, aunque las agresiones de mis com-
pañeros hicieron que eventualmente me quitara mi tiara, la noción
de que era una reina había sustituido el lugar de la corona. Así que
cuando escuché a la masa usar sus mayores insultos en la Universidad
de Georgia, entendía que no podía estar hablándome a mí, después
de todo, yo seguía siendo una reina.
De la misma manera, la tiara invisible estuvo sobre mi cabeza du-
rante el motín, afuera de mi dormitorio unas noches después, cuando
un manifestante arrojó un ladrillo a mi ventana. Lo que me mantuvo
tranquila en esa ocasión y los días posteriores fue la armadura que
usé, la historia que me habían enseñado en casa, en la escuela y en
la iglesia, recordando los desafíos de nuestros ancestros injustamente
esclavizados. Esa noche, uno de los salmos que mi abuela me insistió
en aprender me llegó a la mente: “Sí, aunque camine por el valle de
las sombras de la muerte, no temeré a los demonios”.

Mi enfoque no era en la historia que es-
tábamos creando, sino en sobrevivir el día
a día. Una vez que estaba sentada en mi
habitación, en el primer piso (el resto de
los alojamientos estudiantiles estaba en el
segundo), mientras me miraba en el espe-
jo, sonreí y dije: “Hola”, en voz alta, pues-
to que me acababa de dar cuenta de que
no había emitido una sola palabra durante
todo ese día asistiendo a mis clases. Afor-
tunadamente fui hija única durante ocho años y me sentía cómoda
con quien era. También me encantaba leer, así que tenía mucho
tiempo de tranquilidad para poder estudiar.
Los fines de semana conducía más de 115 kilómetros a Atlanta
para escribir en The Atlanta Inquirer, un periódico nuevo que cu-
bría el “movimiento burgués estudiantil” de la ciudad y sus protestas
de acción directa en las tiendas locales, donde la gente negra podía
gastar su dinero, pero no se le permitía comer en sus instalaciones.
“¡Nuestro momento ha llegado!”, era su eslogan, así como para el
creciente movimiento estudiantil, que finalmente terminó con toda
la segregación racial en el sur del país. Después de mi graduación,
en 1963, me contrató The New Yorker y en ese momento me pro-
movieron a la sección “The Talk of the Town” como su primera
reportera afroamericana. Y saqué mi historia a la luz, publicando
sobre mi comunidad de maneras que desafiaban al periodismo usual
-ya sea como ejemplos de miseria existencial o como los receptores
de logros poco comunes para una persona de color.
Actualmente, cuando hablo con jóvenes alrededor del mundo
-desde Sudáfrica hasta mi viaje más reciente a Dinamarca- recuento
esos días que siguen vívidos en mi memoria, pero que en su mayor
parte no están siendo enseñados en las escuelas. Y lo hago porque
quiero que descubran el poder que yace en ellos, la armadura invisi-
ble que usan y que los protegerá mientras se enfrentan a sus propios
retos inevitables. Por lo que he visto hasta ahora, en su propia mane-
ra están declarando: “Nuestro momento ha llegado”. Deben saber
que su camino no siempre será fácil y que incluso puede ser peligro-
so. Sin embargo, también deben entender que cuentan con una ar-
madura de su orgullosa historia -una historia estadounidense- que los
protegerá. Mientras continúan tomando la batuta, también superarán
cada obstáculo que amenace nuestra promesa democrática. Y aún
soy optimista creyendo que serán los gigantes sobre los cuales se
apoyarán nuestras futuras generaciones.
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