El Mundo - 29.07.2019

(Barry) #1

EL MUNDO. LUNES 29 DE JULIO DE 2019
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OTRAS VOCES


LOS DATOS, ciertamente demoledores, del INE salta-
ron recientemente a la palestra pública: durante el pri-
mer semestre de este año nacieron en España 179.
niños. Y murieron 226.384 personas, por lo que el cre-
cimiento fue negativo (como lo había sido en 2017 y 18)
con un saldo de 46.590 ciudadanos menos. A este paso,
se necesitarán más cementerios que paritorios en nues-
tros lares. Como si la muerte fuese ganando en nuestro
país espacio inexorable cuantitativo –y cualitativo– a la
vida, al modo que Bergman la filmó en El séptimo sello:
desafiándonos como sociedad e individuos en un table-
ro de ajedrez cuyas reglas pareciera que hemos olvida-
do junto al sentido mismo de la partida. Y se anuncia,
me temo, el jaque final en pocas jugadas, como apunta-
ba Alejandro Macarrón en El suicidio demográfico de
España: «La mitad de nuestros jóvenes no tendrá ni si-
quiera un nieto». A estas cifras habría que añadir el pro-
medio de 94.000 nasciturus truncados anualmente por
el aborto que agrava nuestra moribunda natalidad.
La repercusión de esta anomalía normalizada de
la ausencia del hijo en la configuración doméstica –y
de la vida humana misma– es ya evidente. Un infor-
me de Funcas expone que el número de hogares con
un núcleo conyugal sin hijos pasó de 1,5 a 4,4 millo-
nes entre 1977 y 2015, es decir, se triplicó una ten-
dencia que, como se ve, sigue al alza. El cambio que
han experimentado los hogares españoles –y, por
tanto, la textura de la vida humana– durante las últi-
mas décadas es notorio: en la España actual, cuatro
de cada diez hogares son de pareja con hijos; una
cuarta parte, de pareja sin hijos; y otra cuarta parte,
unipersonales; el resto están compuestos fundamen-
talmente por hogares de núcleo monoparental y un
grupo reducido se halla formado por hogares habita-
dos por personas sin relación familiar entre ellas.
Todo ello supone un acontecimiento histórico sin
parangón que atraerá la atención perpleja de los fu-
turos historiadores y pensadores (si es que quedan),
cuando afronten la desaparición de la paternidad y
maternidad en nuestras
categorías vitales. Lo cu-
al supone un modelo de
sociedad basado en la
extinción paulatina de
esa otra realidad que lla-
mamos nuestros hijos,
es decir, nuevas perso-
nas y por tanto nuevos
comienzos. Una sociedad terminal que hace que,
usualmente, ya tengan familias numerosas (a partir
de tres hijos), progenitores con hondas convicciones
cristianas –ciertamente, una minoría que coincide
con el franco declive del catolicismo en nuestro país–
o fieles del Islam afincados aquí. Ante esta dialéctica
autodestructiva, las reacciones del poder público han
sido fundamentalmente dos. Primero, un extraño si-
lencio en estos 30 años mientras se gestaba la bom-
ba demográfica que nos ha estallado. Bien porque los

hijos que no vamos a tener no votan o bien porque la
caída de la natalidad desmentía las afirmaciones del
poder político sobre nuestro progreso indefinido, un
espeso silencio envolvía a la cuestión de nuestra in-
fertilidad en el manto del tabú.
Una segunda reacción del poder aflora ahora
que ya es inevitable abordar la extensión y calado
del problema. Según nos cuentan, la crisis de
nuestra natalidad sería debido a orígenes mera-
mente económicos por la recesión y la precariedad
del puesto de trabajo, que se puede arreglar con
medidas económicas. Sin desdeñar la necesidad
de éstas, hay un dato que desmiente la suficiencia
de dichas soluciones: no parece que entre nuestro
numeroso funcionariado –con seguridad en el em-
pleo y rentas estables– se den tasas de procreación
muy superiores a las comentadas.
Más eficaz –y más verdadero y valiente– me pa-
rece acudir a los supuestos antropológicos que es-
tán a la base de nuestro modelo social y del poder
contemporáneo. La infertilidad, el no contar con
hijos en nuestro proyecto vital, o a lo sumo un hi-
jo deshermanado, constituye ya por su interioriza-
ción social lo que Ortega llamaba «creencia»: un
supuesto vital básico que opera desde el fondo de
nuestra mente de forma implícita. Ahora bien, to-
da creencia social ha sido antes idea pensada, es-
to es, premeditada y luego difundida.
Si rastreamos el origen de la creencia sobre los
hijos y la paternidad y maternidad como realidades
superfluas, nos encontramos con los postulados

que animaron esa revolución que fue el Mayo del
68 y su nueva antropología. Revolución que se ba-
só en parte en tres filósofos que no por casualidad
son los más influyentes en nuestra sociedad de hoy,
también en España: Nietzsche, Marx y Sartre.
Si la vigencia de las ideas de Nietzsche explican en
gran parte la «vocación por la nada» de nuestro tiem-
po, que se simboliza en la no reproducción, su doctri-
na del hombre como algo que «debe ser superado» lo
hace también indigno de perpetuarse. Y, para el nuevo
tipo de hombre y mujer preconizados por él, los «seño-
res de la tierra», no parece que cambiar pañales y sa-
car la crianza de unos hijos sean tareas dignas de esa
nueva nobleza, sino de la criticada moral de esclavos.
Tampoco el marxismo cultural predominante ani-
ma a la procreación. La crítica de Marx a la opresión
de las mujeres en la familia burguesa se ha hecho lu-
gar común en los nuevos feminismos. El mapa de
Funcas comentado de los actuales hogares españoles
responde, sin duda, a la vigencia neomarxista que
proviene del Mayo francés, donde la maternidad con-
tiene más elementos alienantes que motivadores. Y,

de paso, el poder se hace más poderoso cuanto más
solitarios nos encontremos, como predijo Riesman
en La muchedumbre solitaria en la que ya vivimos.
No podía faltar la influencia de Sartre en la confi-
guración de la ideología dominante antinatalista. Si
para el pensador francés «el infierno son los otros»,
los hijos serían ciertamente realidades maléficas. Por
eso, en La náusea, hace decir a su protagonista Ro-
quentin, soltero: «Hacer hijos es una extrema estupi-
dez». Si la condición humana es así, procurar des-
cendencia es ciertamente un acto criminal.

COMO SE VE, se ha dado en el plano intelectual y
político la tormenta perfecta para que se active nues-
tra bomba demográfica. Mediante ideologías que en
nombre del progreso encierran una gran contradic-
ción: su cumplimiento –como está ocurriendo con la
extinción de los hijos– supone el fin mismo de todo
progreso, pues pone en duda la legitimidad y futuro
de la humanidad misma.
Frente a todo ello, es perentorio repensar los su-
puestos políticos actuales, para que en la línea del
pensamiento fecundo de Hannah Arendt, con su «fi-
losofía política de la natalidad», se coloque el naci-
miento como el hecho decisivo del hombre y la mu-
jer como ser consciente. Por eso, decía la pensadora
judía que, por más que hayamos de morir, hemos ve-
nido a este mundo a iniciar algo nuevo. De ahí que,
con cada nacimiento, el recién llegado toma una ini-
ciativa y rompe con su novedad la continuidad del
tiempo. Y constituye, rigurosamente hablando, un

«acontecimiento». Además de representar el milagro
del que somos capaces los humanos, como ha visto
también Rosenzweig. Y, por lo tanto, de la política en
su sentido más noble y olvidado.
En una línea similar, el pensador francés Rémi
Brague, que acaba de visitar Madrid, ha escrito lúci-
da y extensamente cómo la carestía de los hijos que
nos asola revela la gran paradoja del proyecto mo-
derno: que, siendo capaz de producir bienes sin
cuento, materiales, culturales y morales, es al mismo
tiempo incapaz de explicar y fundamentar por qué
es un bien que haya hijos que los puedan disfrutar.
Mucho hay, pues, que pensar al respecto para re-
vertir así la vigencia elegíaca de los versos de Eliot:
«Así es como termina el mundo / no con un estallido
sino con un quejido». De modo que podamos recupe-
rar la esperanza de nuevos hijos, que son siempre
iniciativas de otros mundos que salvan al actual de la
ruina. Y, de paso, a nuestras vidas opacas.

Ignacio García de Leániz Caprile es profesor de Recursos
Humanos Universidad de Alcalá de Henares.

Es perentorio colocar el
nacimiento como el hecho
decisivo del hombre y la
mujer como ser consciente

SEAN GALLUP / GETTY IMAGES

El autor señala


que la caída de la natalidad no se frena


solo mejorando la economía sino


cambiando los patrones sociales,


heredados del marxismo, que consideran


la maternidad un elemento alineante.


TRIBUNA iDEMOGRAFÍA


La desaparición


de los hijos


IGNACIO GARCÍA DE LEÁNIZ

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