vio sus trabajos. “Él dijo que nosotras teníamos que salir
afuera de la casa, ver lo que había alrededor y eso llevarlo al
bordado, así fue que nos entusiasmamos tanto y comenza-
mos a bordar. Esa fue otra ayuda del padre Antonio, que nos
mostró una ventanita para que uno siga viendo lo que tenía al
lado y que no eran solamente flores, habían cosas bonitas en
la naturaleza que uno podía bordar, como la casa donde una
vivía, sus cerros, sus árboles, sus animales y el trabajo que
uno hacía en el día. En mi juventud se me ocurrió hacer la
escuelita”.
Sin perder las raíces
El cuadro a telar de la escuela estuvo por años colgado en la
cocina de la casa del lago Vargas, la misma que ella sueña
con bordar algún día, con su corredor con vista al Baker y su
ramada de flores. “Nadie sabe si el día de mañana se puede
perder eso, y queda en un cuadrito colgado en mi casa, y yo
diga: ‘Esta fue mi casa, donde yo me crecí’”.
Mientras narra su historia de vida y oficio, suele aparecer el
padre como un hombre a quien admira mucho, tanto por sus
ideales como por su destreza manual. Dice Luisa que además
de ser amante de la vida campesina, su papá también “era un
fanático de la historia”. Quizás de ahí heredó ese amor por
contar el pasado y perpetuarlo, utilizando como medios de
expresión su don de la palabra y sus creaciones textiles.
Hoy, a sus más de 60 años, Luisa cumplió su sueño: volver a
vivir en el campo familiar, donde están todos sus añorados
recuerdos de infancia. Después de muchísimos años dedica-
da a vender pan amasado y mermeladas caseras en el
pueblo, se trasladó al lago Vargas junto a su marido, Bernar-
do Hernández. Allí retomó las siembras y los animales; y
cuando el día regala momentos de descanso, vuelve a bordar
y a tejer, para que “no se pierda lo que hicieron los primeros
que llegaron acá, porque yo pienso que nunca el lugar donde
uno se forma debe perder sus raíces”.