Bordados con historia: relatos de artefactos textiles en la cuenca del Baker

(franvidalv) #1
n invierno de 2020, Ernestina Urrutia Jeréz (1957) comen-
zó trabajosamente a bordar el cuero de choike “sobadi-
to” que su marido, Ramón Maldonado, consiguió en
Argentina. “Lo trajo para que se lo borde de recuerdo” cuenta,
quien con paciencia y decisión se habría aventurado durante
dos meses en el bordado de su primera tabaquera hecha en
este material. “Me demoré cualquier cantidad en hacerla”,
agrega. Al otro lado de la frontera no hay restricción, como en
Chile, de la caza de esta ave, por lo que don Ramón aprovechó
un trabajo que fue hacer a una hacienda para hacerse de este
noble material. “La tabaquera es la presentación gaucha”,
explica Ernestina, mientras muestra cuál era el funcionamiento
de este artefacto textil realizado por manos femeninas. “Si no
sabía bordar la señora, la mandaban a bordar. O las que sabían
bordar, bordaban”, pero, en el fondo, no había excusa para no
tener y lucir una tabaquera.

“¡Pero qué manera de doler los dedos al bordar el cuero de
choike!”, se queja, recordando cómo le quedaron las manos
luego de hacer la tabaquera sentada en su campo ubicado en
el sector del río Maitén, en Cochrane. Una recomendación de
“las antiguas” para que no dolieran los dedos era bordar este
material aprovechando los hoyitos donde iban las plumas del
ave. Esa sería la técnica sugerida, “pero resulta que si uno
borda por el hoyito de las plumas le queda muy adentro”,
agrega Ernestina, no muy convencida con el consejo.

Puntadas de infancia


Un amor adquirido


con los años


Aunque muchos le preguntan por qué insiste con el
bordado en cuero si se pincha tanto los dedos, ella
contesta “déjenme, si a mí me gusta”. Pero no en
todas las etapas de su vida la acompañó el bordado.
“Aprendí, después vino la escuela, y de ahí el trabajo
del campo, noooo, ¡que iba uno a bordar!”, comenta
Ernestina haciendo referencia al poco tiempo que
tenía para dedicarse a esta labor. “Después bordé
cuando mis cabritos eran chicos. Me entretenía en
eso, como no podía trabajar. ¿Cómo iba a dejar mis
guaguas?”, rememora. “Después ya no bordé en un
buen tiempo porque empecé a trabajar de nana, así
que ya no había tiempo para bordar”. Así, la vida
siguió su curso, y solo se reencontró con los hilos unos
años más tarde. En esa etapa incluso incursionó como
monitora, donde pudo enseñar sus conocimientos

A sus 10 años, más o menos, doña Berta le enseñó este oficio textil.
Después de aprender a leer y a escribir, vino el bordado. En esa época,
no era una tarea opcional para las niñas, sino más bien una obligación.
“Antes teníamos que hacerlo”, cuenta Ernestina. Su mamá bordaba
“paños así no más”, no en cuero de choike. Agrega que “ella bordaba
más sencillo, solo el contorno”. Lamentablemente, no conserva
ningún bordado hecho por ella. Los puntos relleno, ojal y cadena logró
aprenderlos de su madre, no así el punto cruz que nunca pudo hacerlo
como correspondía.


Las enseñanzas de su mamá fueron reforzadas en la
escuela de Cochrane, en la asignatura que llamaban
“Labores”. Semanalmente, ella y sus compañeras, le
dedicaban una a dos horas al aprendizaje de diferen-
tes puntos, aplicándolos en artefactos pensados para
el hogar. “Las bolsas harineras las lavábamos bien
lavadas y de un lado salían dos mantelitos de cocina y
los bordábamos en la esquina”. Siempre con diferen-
tes ramos y puntos y “a cada uno le ponía un día de la
semana: lunes, martes o miércoles”, convirtiendo así
sencillos géneros en bellos objetos funcionales.
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