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as vueltas de la vida hicieron que Irma Oyarzo Fuentes (1942 )
llegara a este mundo en el lago Chacabuco, al sur de Cochrane.
Cuenta que, en ese entonces, la lejanía hacía que “entre vecinos
no más se ayudaran”, incluso a parir los hijos. La historia de su familia en
la Patagonia comienza cuando su padre, Juan Oyarzo, oriundo de Puerto
Montt, llega en búsqueda de trabajo y de una nueva vida, y cuando su
madre, Graciela Fuentes, oriunda de Río Bueno, viaja junto a sus padres por
trabajo a la zona.
En los tiempos en que ya vivían en el valle Colonia, “la mamá se quedaba
en la casa cuidándonos a nosotros”, cuenta Irma, a cargo suyo y de sus
siete hermanos, mientras su papá salía a trabajar al campo. Doña Gracie-
la se encargaba también de los quehaceres de la casa, dominaba el
oficio de hacer quesos y el tejido a telar y palillo, “pero mucho no borda-
ba” relata Irma. Recuerda que a veces le tocaba a ella ordeñar las vacas,
pero su entusiasmo aparece al rememorar sus andanzas a caballo
reuniendo el ganado. Con orgullo va recordando lo buena jinete que era
en su juventud, y una sonrisa sutil, que trae el pasado al presente, se
dibuja en su cara.
Durante sus años “en la escuelita vieja de Cochrane”, recuerda que una
profesora le enseñó “a bordar pañitos”. Pero fue su mamá, cuando tenía
12 años, quien le mostró este querido oficio, sin saber que llegaría a con-
vertirse en un compañero infaltable durante las tardes de campo. “Ella
nos daba un pedazo de paño y nos marcaba la tela con cualquier flor. Así
empezábamos nosotras a enredar hilos”, cuenta Irma. Había que rellenar
los motivos florales y elegir entre los colores que tuvieran a mano, pues
no había mucho donde regodearse.
Recuerda, como si fuera ayer, la escena de su papá llegando a la casa,
desde Argentina, con el pilchero cargado. “Traía todo lo que se precisa
en la casa: harina, fideos, azúcar, arroz e hilos de bordar de seda, muy
apreciados en esa época”.
Irma siempre fue la bordadora de su familia, aunque sus hermanas
también practicaban el oficio. Por eso, apenas llegaban los hilos los
repartían, y luego cada una usaba su creatividad para sacarle el
máximo provecho a lo que tenían y producir con esmero un nuevo
artefacto bordado para decorar la casa.