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omencé, a finales del mes de junio de 2021 a escri-
bir unas páginas con la intención, menos definida
de lo que inicialmente pensé, de redactar un ensa-
yo extensivo y comprensivo sobre la angustia. Como
persona experimentada en las áreas de la angustia,
la ansiedad, la obsesión, que dice la RAE que la pala-
bra “obsesividad” no existe, la hiperactividad y otras
dolencias cada vez menos exóticas, pensé que sería
bueno para mi crecimiento personal, para mi propia
serenidad, estabilidad, para alcanzar esa vida en ple-
nitud y felicidad que ha resultado ser mi única ambi-
ción, explicarme a mí mismo el “estado de la nación”
humana en lo que a estas dolencias se refiere.
Recuerdo con claridad que mis primeros pasos se di-
rigieron a cuestiones tan mundanas, tan generaliza-
das como las redes sociales, esa suerte de encierro en
una urna de cristal desde la que enviamos al mundo
la crónica de nuestros avances en estética, nuestro
envidiable aspecto físico, la indudable felicidad, pros-
peridad e inmejorable actitud con que enfocamos el
mundo, ese terreno sembrado para nuestro éxito per-
sonal. De ahí al análisis de la paradoja en que Internet,
aquella red global que en su día pudo, creo que inclu-
so esa fue la promesa de los más optimistas, conver-
tirse en una suerte de inteligencia colectiva, esa red
de redes que, vía globalización, contribuiría a mejorar
todas y cada una de las facetas que estructuran la na-
turaleza y el comportamiento humanos, como decía
paradójicamente dedicada, si no total si mayoritaria-
mente, al entretenimiento de perfil bajo-bajísimo, el
consumo, el hedonismo y la manipulación de noso-
tros por nosotros, solo había un paso.
Seguía la línea de razonamiento de mi ensayo por el
camino de la exposición, para nada novedosa, de so-
bra conocida por los congéneres del autor, del obsce-
no despliegue de bienes materiales, hábitos y rutinas
y, por encima de todo, enormes pilas funerarias en las
que el tiempo, ese bien insustituible y de incalcula-
ble valor, se desperdicia, se consume, se hace pasar
de largo tan rápida e inadvertidamente como nos es
posible mientras, en otro mundo localizado en este
mismo planeta imbricado por líneas de alta veloci-
dad, a menudo a pocos metros de donde nosotros, los
más afortunados, habitamos, millones de personas
ven como su tiempo se consume entre la miseria, la
violencia, la destrucción, la enfermedad y la muerte.
Mi ensayo se cimentaba, en origen, en las inolvidables
campanas de John Donne, esas que repican y repican
y repican mientras los afortunados habitantes del
primer mundo, esa entelequia que empleamos como
excusa para justificar el injustificable y obsceno des-
pliegue de desigualdad, injusticia y crueldad que a
diario respiramos, ignoramos la muerte y el dolor que
las campanas denuncian y de los que que nosotros, y
solo nosotros, somos culpables, causantes, responsa-
bles universales.
De modo que, después de un buen puñado de pági-
nas, estructuradas alrededor de un esqueleto razo-
nablemente sencillo, llegué al que demostraría ser el
tema esencial de mi razonamiento sobre la angustia,
tan universal como proscrita, tan generalizada como
no admitida, que sobrevuela nuestras ciudades, que
vela sobre nuestras relaciones, que contribuye, junto
con otros muchos desequilibrios ya característicos de
la raza humana, asegura que las enfermedades en-
démicas de esa misma humanidad se inscriban con
letras de oro, litio y rodio en nuestro código genético.
Un tema que nace de una pregunta: cómo es posible
que, después de milenios de prehistoria y veintiún
siglos de historia, sigamos viviendo en un sistema
tan letalmente injusto como el actual, que no deja de
ser más que una copia modernizada en lo estético de
los sistemas feudales de la Baja Edad Media que, con
distante rechazo, estudiamos en los libros de Histo-
ria. La injusticia, la muerte y el reino del más brutal
de los historicismos, el “de toda la vida” con que ce-
rramos la discusión sobre el bestial estado de la hu-
manidad como un todo, han mutado en lo estético,
se han reorganizado y han cambiado de forma, de
localización, los términos con que se justifican las
barbaridades son otros pero, los no-valores brutales,
violentos y letales, inaceptables hasta la obscenidad,
siguen siendo, en lo esencial, los mismos. La ley del