—¡Lo sé! —gritó Sam, temblando y sollozando. Él miraba con
desesperación a sus dos amigos. Luego, titubeando, añadió—: Yo solo...
Uriel estaba... ¡Estaba justo aquí!
De repente, un pitido inundó sus oídos al escuchar los murmullos de
la gente a su alrededor. Todas las personas miraban hacia la calle.
—Es un niño.
—Sí, y muy pequeño.—Pobre criatura.
—¿Vino solo hasta este lugar? ¿Dónde están sus padres?
—Qué tragedia...
—¡Padres irresponsables!
El tiempo parecía correr más lento para Sam, que poco a poco se
abría paso entre la multitud, mientras escuchaba cada uno de esos
comentarios. Al llegar a la calle, vio a Uriel mirándolo directamente a los
ojos. El cuerpo del niño yacía en un charco de sangre, y a su lado un
desconsolado hombre se cubría el rostro.
—¡Juro que no lo vi!... ¡El niño apareció frente a mí! ¡Ya no me dio
tiempo a frenar! ¡Lo juro!
El sujeto lloraba mientras una ambulancia se acercaba al sitio. La
gente iba formando un círculo alrededor de la escena, pero lentamente
fueron dispersados por la policía. Samuel temblaba, sentía en el pecho una
sensación caliente y fría al mismo tiempo. Su hermano Uriel seguía con los
ojos abiertos, pero ya sin vida, con uno de sus bracitos extendiéndose en
dirección a él, como si lo estuviera llamando, aun sabiendo que Samuel ya
no iría a ayudarlo. Sam daba pasos lentos, y cuando estuvo a un metro del
pequeño, vio cómo le colocaban una bolsa negra encima.
—Disculpe, joven... Debe retirarse de aquí —ordenó una agente
policial.
—Yo... soy... su hermano —susurró Samuel, casi sin voz..
—¡Ah! ¡Cuánto lo siento, corazón! —dijo la mujer.
Ella siguió hablándole, pero Sam ya no escuchaba nada de lo que le
decía. Solo observaba el cuerpo inerte de su hermanito, mientras lo alzaban