EUMARIA

(AV) #1

En los alrededores se veían extensiones de árboles carbonizados, y
de pastizales marchitos que habían sido quemados por el fuego de las
flechas. Se observaba además las ruinas de casas y cabañas, también negras
y secas. Algunas incluso fueron reducidas a cenizas.


Julius se acercó al pelotón del comandante, quien lo esperaba con
orgullo junto a sus subordinados. Él quería que el emperador viese con sus
propios ojos el éxito que habían tenido.


—¡Mi señor Julius! ¡Hemos salido victoriosos! —expresó el
comandante.


Después de hacer una reverencia, extendió su brazo en dirección a
lo que quedaba de ese pequeño pueblo de Pligia.


—Mejor sea cuidadoso con sus palabras, comandante Fross... —
Julius tenía el semblante triste—. Yo no llamaría “victoria” a esta masacre
que hemos cometido contra nuestros hermanos.


Todos permanecieron en silencio al oír esas palabras. El emperador
tenía muchas ganas de llorar. De repente dirigió su mirada hacia unas
jovencitas pigmentadas que estaban encadenadas con grilletes. Los ojos y
los cabellos de esas prisioneras eran de color dorado. Al verlas, él dijo con
el corazón destrozado: ¡pobres criaturas! ¡Son niñas tan jóvenes!...
¡Soldados, mírenlas!... ¡No olviden estos rostros! ¡Estas doncellas fueron
víctimas de una injusticia que nunca jamás se debería repetir en esta nación!
¿¡Qué puedo hacer para compensarlas!? ¿¡Qué consuelo les puedo dar
después de recibir tal agravio!?... ¡Simplemente no hay consuelo!


Todos bajaron la cabeza, avergonzados, mientras el emperador
continuaba hablando.


—¡La ignorancia de nuestra gente produjo tanto odio y
destrucción!... ¡Siento vergüenza de ser eumario! —Su voz se quebró en un
susurro apenado—. Ni siquiera soy digno de dirigirme a ustedes...
infortunadas jovencitas


Julius bajó de su caballo e inmediatamente ordenó que se les
quitaran los grilletes de las manos y los pies. Eran cuarenta y ocho chicas en
total. Todas lloraban y miraban con temor a los soldados. El emperador se
acercó y se postró en dirección a ellas, y al hacerlo, su cabeza y sus manos
quedaron pegadas al suelo carmesí, el cual estaba teñido con la sangre de
los inocentes que reclamaban justicia. Él les rogaba perdón de rodillas.

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