El hombre iba en su carruaje recorriendo los caminos de Tartanas. El
carro constaba de tres vagones de madera que estaban encarpados y
acoplados entre sí, y en los que aparentemente transportaba comida. Cada
compartimento poseía cuatro ruedas y estaban siendo guiados por dos
caballos. Él conducía sentado al frente. Llevaba una túnica negra con
pliegues azules, y en la cabeza lucía un pequeño sombrero negro con forma
circular. En su cabello castaño y en su barba, se notaban las canas de sus
cincuenta y tres años. Era un hombre muy delgado, no solamente por causa
de la hambruna, sino porque se negaba a comer para que otros pudieran
hacerlo.
Ya habían transcurrido tres años desde que inició la sangrienta
guerra. El sujeto fue testigo de los horrores que provocó el odio entre las
personas; había observado aterrado la matanza de hombres, mujeres y niños
pigmentados. En el último peaje, en la frontera entre Blomuria y Tartanas,
mintió a los soldados diciendo que transportaba comida para la milicia, pero
en su interior, además de alimentos, también había niños que rescató de los
distintos pueblos; eran huérfanos de Limaria, Carmesí y Blomuria. Ese ya
era su segundo recorrido. El primer viaje lo hizo unos meses atrás.
Llegó a una cueva rocosa escondida a la altura de una montaña en
Tartanas. La entrada se hallaba cubierta por unos arbustos, razón por la cual
nadie sabía de su existencia. Frente a ella se extendía una pequeña zona de
tierra lisa, desde la cual se podía observar el campo de batalla que se
llevaba a cabo a kilómetros. También se veía el humo de los pueblos
arrasados.
Una vista panorámica desde esa altura, contrastaba perfectamente el
hermoso paisaje de bosques, praderas, ríos, arroyos y lagos, con las
deplorables manchas negras de casas y cabañas destruidas por el fuego. En
los ríos, finos desde la distancia, se podía ver que en sus aguas fluían unas
delgadas líneas rojas, las cuales pertenecían a la sangre de los soldados
pigmentados que se habían mezclado con la corriente.
Estacionó frente a la entrada y bajó del carruaje. Para su suerte no
había nadie alrededor. Hizo a un lado los arbustos que había colocado
meses atrás, y volvió a subir a la carroza. Ingresó rápidamente a la cueva.
Esta era bastante amplia, y se encontraba bien cuidada. Una vez estando
adentro, bajó y cerró el acceso colocando de nuevo los arbustos en su lugar.