Acarició levemente las cabezas de sus caballos y les revisó las
herraduras de las patas. Después de corroborar que estaban bien, se dirigió a
los vagones. Una vez allí, abrió las tres carpas y gritó en voz baja: ¡chicos,
llegamos!... ¡Ya pueden salir!
Poco a poco unos infantes fueron bajando; diez en total. Eran niños
y niñas de seis y ocho años con las ropas desgastadas. Ellos miraban a su
alrededor con mucho temor. Se podía ver claramente el trauma en sus ojos.
Más hacia el fondo de la cueva había otra entrada de unos dos metros de
alto. De allí salieron otros cuatro niños de once y ocho años; tres varones y
una joven.
—¡Señor Calius!... ¡Regresó! —gritó emocionada la niña de once
años.
Ella, denotando mucha alegría, corrió hacia él para abrazarlo. Los
otros tres hicieron lo mismo. La niña tenía el cabello rojo, y los demás
poseían la pigmentación azul, verde y gris, respectivamente.
—¡Lo extrañábamos mucho! —dijo uno de los niños con lágrimas
de felicidad.
—Mis criaturas, yo también los extrañé —expresó Calius,
abrazándolos. Luego, extendiendo el brazo hacia los que habían bajado de
la carroza, añadió—: Miren, les traje a nuevos amigos. Deben llevarse bien
con ellos.
El hombre se acercó a uno de los vagones, miró a la niña pelirroja
que anteriormente lo había abrazado, y dijo: Loria, ¿podrías llevarlos con
los demás, por favor? Tienen que asearse para comer algo. Aquí les traje
comida y ropa limpia.
Loria se acercó a los niños, quienes todavía estaban asustados.
—¡Hola chicos! ¡No tengan miedo! ¡Este será su nuevo hogar! Aquí
todos somos una gran familia... ¡Y el padre Calius es muy bueno con
nosotros!
La joven los llevó más hacia el fondo y el sujeto los siguió por
detrás. Al ingresar, el sitio era todavía más amplio. Un pequeño arroyo de
un metro de ancho fluía en su interior. Este avanzaba velozmente por medio
de dos entradas ubicadas en los extremos. Sus aguas cristalinas ingresaban
por la izquierda y salían por la derecha. Al costado izquierdo tenían un