pequeño baño para asearse; el cual fue construido con rocas amontonadas
unas encima de otras. Estas se hallaban cubiertas con carpas.
En la entrada derecha se observaba otro sanitario de similares
características, pero a diferencia del primero, el segundo se utilizaba para
las demás necesidades; cuyos desechos caían al agua y eran arrastrados
rápidamente por la corriente. Un gran agujero ubicado a la altura del techo
rocoso, permitía el ingreso de la luz solar. Las paredes contenían muchos
huecos, y dentro de ellos se podían ver colchones y almohadas, dispuestos
ordenadamente.
El arroyo dividía el lugar en dos; por un lado estaba la entrada
principal por donde Calius y los niños habían ingresado, y por el otro lado
había una zona de tierra lisa que se extendía frente a esos huecos que
servían de dormitorios. Un pequeño puente de madera funcionaba como
nexo entre ambas zonas.
En el patio liso se veía a muchos niños y niñas jugar, todos eran
pigmentados de distintos colores. Calius los miró sonriente, y dijo: ¡chicos!
¡Reúnanse por favor!... ¡Les traigo a sus nuevos amigos!
Ellos dejaron de jugar y cruzaron el puente. Formaron una línea
grupal para dar la bienvenida a sus futuros compañeros. Todos tenían las
caras alegres y estaban bien aseados. Calius los miró, y pensó.
Al fin... Con este último grupo ya son treinta niños... Creo que será
suficiente, porque, por la cantidad de suministros que nos queda... no puedo
traer a nadie más.
Uno de los nuevos se acercó a él, y tirando de su túnica, preguntó:
señor..., ¿quién es usted?
Calius miró hacia abajo; era un niño de ocho años. El hombre
respondió con una mirada risueña y tierna.
—Soy el padre Calius, pertenezco a la orden religiosa de los
xanderianos.
Al oír eso, el pequeño inmediatamente se echó para atrás y se
escondió con temor detrás de los otros chicos. Uno de ellos, titubeando,
gritó: ¡Mi!... ¡Mi mamá dijo que ustedes son gente muy mala!
—¡Sí! ¡Los xanderianos nos odian! —exclamó otra niña.