con sus afines. Uno de ellos mostró un denario con Júpiter, e informó a los asistentes:
“César y Pompeyo chocan en el Senado. Al parecer, Pompeyo no acepta el dios único de
César... ¿Será que los dioses existen solo si la autoridad lo permite?”
De pronto, un emisario galo, con trenzas rubias y un torque de oro, irrumpió en la taberna:
“Si Roma mata a nuestros dioses, los galos quemaremos sus templos”. Su voz cortó el aire
como un cuchillo.
Cassia, aunque lejos de ahí, palideció junto al patio, y habló en estado de trance, como
poseída por un espíritu invisible: “Soñé un río de sangre bajo un cielo roto”.
Su voz resonó en mi, y rompiendo mi silencio, dije: “Sssafira habla de tolerancia y yo
comparto sssu opinión”.
Lucius me apreciaba y valoraba mi criterio, arraigado en los filósofos del pasado, pero temía
demasiado al victorioso César. Frunció el ceño, y mi juramento pesó como los bloques de
mármol de la acrópolis. Recuerdo que escribí, con las margaritas como testigos:
Sanguis fluit, Roma frangitur,
Galli minantur, fata cadunt.
Malvae spirant, ego taceo().
()La sangre fluye, Roma se quiebra,
el destino en sombras, los corazones se atan. Las rosas respiran, yo callo.
jud rampoeng
(Jud Rampoeng)
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