SUB UNO DEO

(Jud Rampoeng) #1

Capítulo 3: Vino
Un calor templado envolvía Roma, a primera hora, pero los rumores corrían como el viento
entre los olivos. Yo, Titus, liberto de treinta y seis años, renqueaba hacia una taberna
cercana al Foro, buscando ecos de ese culto extranjero que inquietaba a Lucius Marcius.
Nací en Atenas, aunque residí en Corinto, durante varios años, hasta que mi nueva y
próspera ciudad fue totalmente destruida por las legiones romanas. El general Lucio
Mummio perdonó mi vida y, en una galera, llegué a Roma, donde enseñé filosofía a los hijos
de un rico tribuno, amigo de Lucius.
Lucius Marcius, finalmente, me compró y, años más tarde, me liberó y me honró con un
nombre romano: Titus.
Ahora, cojo y ceceante, busco verdades en las tabernas. Mi ceceo, maldición de mi lengua,
me había ayudado a ser un buen filósofo, pues, para ocultar mi defecto de pronunciación,
solía permanecer en silencio. Así es, aprendí a escuchar. Atendí, sobre todo, a los
gorriones, a los estorninos, los petirrojos, las golondrinas, las gaviotas, las águilas y al resto
de aves que llegaban desde el mar. Aves libres y felices que posaban y cantaban en los
tejados y los frisos tallados de Roma, y, a menudo, planeaban sobre las malvas silvestres
que bordeaban el camino con sus pétalos morados brillando bajo el sol.
En la taberna, el aire olía a pan de cebada y garum, esa salsa picante y salada, maloliente,
que los romanos amaban. Pagué un as por un puñado de berenjenas, torpe por mi cojera, y
me senté con un cuenco de pan untado en aceite y un vaso de lora, vino aguado que sabía
a pobreza. Un ratoncillo apareció de pronto y zigzagueó entre mis sandalias atraído por las
sobras de un plato de lentejas derramado bajo la mesa.
Los mercaderes rumoreaban, no lejos de mi: “los galos del norte, fieles a sus dioses del
bosque, planeaban revueltas contra el culto de un dios único. César quiere borrar a sus
druidas”, dijo uno, partiendo un pan de cebada. Mis versos surgieron, teñidos de miedo:
Fama volat, gentes fremunt,
Unus deus Romae minatur.
Ficus spirant, ego taceo().
(
)Los rumores vuelan, los pueblos rugen, Un solo dios amenaza a Roma.
Los higos respiran, yo callo.
Lucius me envió al Templo de Júpiter, donde un augur preparaba un sacrificio para leer el
destino de Roma. El templo, adornado con rosas y lirios en ofrendas, olía a vino puro y
libum, pastel de queso con miel que Lucius pagó con un denario reluciente.
Los gorriones cantaban en los tejados, y la brisa primaveral agitaba los jazmines.
Entonces la vi de nuevo: Safira, su cabello negro brillante con jazmín, su aroma a mirra
cortando el aire sagrado.
“Titus”, dijo con su acento sirio, alargando vocales como un canto, “en Siria, le ofrecemos a
Astarté pasteles de azafrán, en lugar de sangre”. Partió una nuez y me la ofreció. Sus dedos
rozaron mi nariz... ¿Se estaría insinuando?
“César quiere un dios único, pero los dioses conviven como los pueblos”.

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