el hombre babilonio no se prometía nada especial. Mientras los
egipcios expresaron su creencia en la continuidad de una vida
digna tras la muerte embalsamando los cadáveres y construyen
do tumbas y sepulcros en pirámides o en rocas, los enterra
mientos mesopotámicos, en forma de inhumación o de crema
ción, eran muy simples. Naturalmente, también en esto se
hacían patentes las diferencias sociales, en forma de funerales
más o menos solemnes. Sólo en las tumbas de las personas más
distinguidas se colocaba una colación para los muertos, con va
sijas para beber y aquellas cosas que más habían agradado en
vida al difunto. Los monumentos funerarios imponentes, co
mo por ejemplo los de los déspotas en Asur, constituyen una
rara excepción.
El más allá era para los babilónicos un reino de sombras,
donde sólo podía comerse lodo y polvo y donde tenían que
sufrir sed. Por esto, las ofrendas funerarias de agua, así como el
resto de ofrendas en sufragio de los muertos, tenían gran im
portancia. El heredero estaba obligado por una antiquísima
costumbre a rendir culto a sus antepasados. Esta era también la
razón por la que todo hombre babilonio deseaba tener un hijo
legítimo y, en su defecto, un hijo adoptivo. Sólo a estas perso
nas —además de aquéllas que habían caído valientemente en
la guerra— les era posible una estancia tolerable en el reino de
los muertos. Los babilonios no contaban ni siquiera con una
decisión justa en el juicio de los muertos.
Según las más antiguas concepciones sumerias que han podi
do ser documentadas, el «reino de las sombras» era el «país sin-
retorno». Unicamente al héroe de la leyenda del diluvio, Uta-
napishtim, le fue permitido por los dioses disfrutar, junto con
su esposa, de una vida eterna sobre la tierra.
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