LAS LEYES DE URNAMMU
El legislador más antiguo que conocemos es Urnammu, el
fundador de la III dinastía de Ur (a mitad del siglo XXI). El
texto de su obra está conservado en una tablilla de arcilla que
ha llegado hasta nosotros bastante deteriorada. Fue descubierta
en Nippur, hace ya sesenta años, pero su importancia pasó des
apercibida hasta el año 1952, en que el sumeriólogo americano
S. N. Kramer se dio cuenta de su.con tenido y de la importancia
de éste. Sólo son comprensibles una parte del prólogo y algu
nos de los preceptos. En el prólogo se presenta a Urnammu co
mo rey «por la gracia divina» que debe hacer pública con sus le
yes la voluntad de los dioses. En este código había que utilizar
las concepciones religiosas de la población con el fin de que los
hombres lo considerasen inalterable. Urnammu habla sobre el
origen de su gobierno en Ur, subraya la supresión de diversos
delitos, menciona la implantación de un sistema de pesos y
medidas y proclama una «ordenación justa», así como la máxi
ma que ya nos es conocida: «el poderoso no debe cometer in
justicia contra la viuda y el huérfano». Las palabras finales del
prólogo aluden a las diferencias de fortuna existentes entre los
miembros de la clase dominante: «El hombre de un sido no
debe ser explotado por el hombre de una mina» (equivalente a
60 sidos). La inclusión del prólogo indica una desarrollada téc
nica, basada en una larga tradición, de la ordenación formal de
las obras jurídicas, que sin duda tenía su origen en las escuelas
sumerias (véase cap. XV). La jerarquía de Ur esperaba
—aunque inútilm ente— que Urnammu respetaría sus intere
ses, al igual que lo había hecho Urukagina.
Del resto de la obra sólo pueden leerse cinco preceptos. Se
gún la primera norma, aquél que era acusado de brujería esta
ba obligado a demostrar su inocencia mediante ia ordalía flu
vial. La siguiente determinación fija la recompensa para
aquéllos que devolvían a su dueño un esclavo huido. Ambos
preceptos reflejan claramente el carácter de la sociedad de en
tonces, La brujería estaba sin duda de tal modo extendida que
el rey se vio obligado a perseguiría como un delito. Igualmente
era necesario castigar a aquéllos que, por un desmedido afán
de ganancias, acusaban sin motivo a sus enemigos o a personas
pudientes de practicar la magia, ya que la fortuna de estas per
sonas pasaría a sus manos si la acusación era confirmada por la
ordalía fluvial,-esto es, por el «juicio divino», aunque fuera el
mero azar quien decidía sobre la vida de las personas acusadas.
La poca eficacia de esta medida de Urnammu está demostrada
por el hecho de que Hammurabi repitiera, tres siglos más tar
de, los mismos preceptos. i
La segunda norma alude a la desesperada situación de los
esclavos que huían de la casa de sus dueños. La fijación de una