muerta con el ácido desoxirribonucleico de Roberto o con el de Ana sobre la
superficie del electrodoméstico.
Para ser algo abstracto, la confusión en aquel laboratorio ocupaba mucho
espacio. Y pesaba mucho. Buscando trazas de ADN de los niños, encontraron trazas
de cosas que no eran el ADN de los niños. Las células de los desaparecidos
impregnaban toda la cesta de la tostadora: algo únicamente explicable si la habían
estado palpando y chupando durante semanas.
Afortunadamente, el rastro de los niños sobre la tostadora también dejó de ser
una fuente de preocupación para la policía científica.
El agente Gutiérrez no adoptó la precaución de quitarse el uniforme. Sí cubrió
la tostadora robada con una manta, al menos, pero aún no sabía que excusa iba a
ofrecer a sus superiores. Un momento... ¿Necesitaba acaso una excusa? Aquel día
era su última jornada en el Cuerpo. Si todo salía bien, podría cumplir el sueño
español. Podría vivir sin necesidad de trabajar.
El portón de la finca se abrió electrónicamente, con una elegancia que una
puerta de garaje seccional no podría conseguir jamás. La mano izquierda de la
propietaria invitó al policía a entrar al lujoso inmueble. La mano derecha sirvió para
convencer a los perros de que no hacía falta morder a ese hombre de gorra azul. Los
animalitos no tenían culpa alguna: el agente era fácilmente confundible con un
cartero.
—Señora, necesito hablar con su hija. Me prometió que probaríamos algo
nuevo en la cama si le traía esta tostadora averiada.
«Algo nuevo llamado sexo».
Ella no aparentaba muchos años más que Lourdes. Por sus rasgos, podría haber
pasado por su hermana mayor o por una compañera de clase que había tardado algo
más de lo común en acabar la carrera de Magisterio.
Dejémoslo en que podría haber pasado por su hermana mayor. Ello, unido a su
piel negra, produjo cierta suspicacia en Gutiérrez.
—Alto ahí, jovencito. Necesito saber si vas en serio con mi hija. Somos una
familia muy tradicional, incluyendo el hecho de que mi marido murió en la guerra.