BALZAC POR COMPASIÓN
«Tranquilo, tranquilo», se dijo. No tenía por qué ponerse nervioso. No era la
primera vez que hablaba en público. Lo hizo cuando tuvo que contar a sus
compañeros de clase cómo sus deberes habían sido devorados por un perro policía
procedente del espacio exterior, verde e invisible, y lo hizo muy convincentemente.
No era el mismo tema, no era el mismo público, pero se los ganaría a todos porque
era un niño encantador. A veces, cegado por su humildad, intentaba convencerse
fútilmente de que no era el niño más adorable y encantador del Universo, pero
siempre acababa dándose de bruces contra la realidad.
¿Cómo había llegado ese muchacho a aquel estrado? ¿Cómo había acabado
frente a cientos de expertos de toda Europa, frente a personas deseosas de escuchar
su cesión o su apología? Responder satisfactoriamente a estas preguntas implica
presentar al pequeño Roberto Angulo.
La infancia de Roberto no fue fácil. Él, a sus nueve años de edad, iba leyendo en
sus paseos por las orillas del mar Mediterráneo las inscripciones que figuraban
sobre la arena. Sus padres estaban orgullosos de que pudiese comprender las
extrañas caligrafías que adopta la gente al desplazar los gránulos de cuarzo con una
pala, con una rama o simplemente con los dedos de sus pies.
Sin embargo, la implacable hoz de la mediocridad, la que mutila los más altos
tallos, siempre es afilada. A la sazón, esa hoz venía representada por su taimada
maestra en el colegio: la señorita Soler. Con la finalidad de que nadie destacase
sobre otro, Roberto era instado a dejar de buscar incisiones en la arena, sustituyendo
esa sana afición por la lectura compulsiva y desmesurada de novela realista
francesa.
—¡A tu edad debes leer La Cousine Bette y otras obras tardías de Balzac, como
los demás niños de nueve años! —decían al espejo la maestra y el subdelegado del
Gobierno en Alicante, que se habían reunido para tratar el tema. Estaban ensayando
la forma correcta de convencer a Roberto de que se uniese a la corriente común.