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—Mis puños están empapados en tu sangre —dijo Balrog tras ser declarado
vencedor.
Roberto desvió la mirada, hasta entonces completamente fija en la pantalla, para
comprobar quién estaba frente a los controles del jugador 2.
—Un movimiento precipitado. —Era una voz familiar para Roberto. Y la voz
no era lo único—. ¿Una Bird Kick a esa distancia? ¿Estando yo en el suelo?
—Quería hacer un Kikouken —se excusó Roberto, que no caía en quién podía
ser.
Aquella niña resopló y se llevó las manos a la cabeza.
—¿Cómo puedes haber confundido atrás-adelante-patada con atrás-adelante-
puño? Tú vas a un colegio público, ¿no? Niño tonto...
Finalmente, al escuchar el sintagma «niño tonto», Roberto la reconoció. ¡Era la
chica rubia y menuda que había encontrado en la playa! Había crecido algún
centímetro.
—¡Tú eres...! —Roberto reaccionó con sorpresa.
—Sí, la que quiere irse de este mundo.
—Ana... —murmuró el chico, aunque ella lo oyó perfectamente—. Esto...
Bueno, yo soy Roberto, un niño de nueve años con un gran futuro por delante.
—Tengo mi nombre en los récords, ¿eh?
—No sé. Es lo que pone en la pulsera aparentemente barata que llevas.
La pulsera fue sujetada por los dedos pulgar e índice de su portadora. Tiró con
fuerza y consiguió su objetivo: romperla. ¡A la basura con ella! La niña miró hacia
el suelo, claramente avergonzada.
—Mis padres me obligaron a llevarla para que no siguiera presentándome como
«Kim Basinger». ¡Me obligan a soportar una vida que no quiero vivir en un mundo
en el que no quiero estar!
—Vas a Las palmeras inmaculadas —observó Roberto—. Yo quise entrar ahí,
pero la lógica aristotélica me lo impidió.
El uniforme de Ana era rojo y verde, inconfundiblemente ligado a aquel colegio
privado, femenino y religioso. Lo único malo que se podía decir de aquel centro es
que era privado, femenino y religioso.
—Papá y mamá se gastan mucho dinero en mi educación —confesó y apretó los
dientes, enfadada—. Quieren que estudie, que prospere, que sea una persona bien
formada y valiosa para la sociedad.