La niña abrió la botella de aceite y, para sorpresa y molestia de Roberto, derramó
su contenido sobre la ropa del chico. ¡Con el cariño que tenía él a esa camiseta...!
¿Para qué hizo eso? ¿Pretendía lubricar el algodón?
—El problema, en tu caso, es que no necesitas viajar a otro mundo —explicó
ella—. Tu conformismo aprueba tu insignificante vida. Por eso te he manchado: te
urgirá desaparecer de aquí cuando temas la bronca que te echará tu padre, ¿no?
—No puedes extrapolar lo que haría tu progenitor a lo que harían otros padres.
—Roberto estaba enfadado. ¡Podría haber preguntado antes!—. Los míos son
demasiado permisivos: casi nunca me riñen y me compran muchos juguetes. Creo
que eso puede ser perjudicial a largo plazo para mi desarrollo personal.
Ana le dio la razón, aunque opinando que estaba siendo perjudicial a un plazo
mucho más corto. Los niños comenzaron a discutir, intentando dilucidar de qué
manera se vería Roberto en la urgencia de abandonar el mundo exterior. De
desaparecer. Y cuando dio con la clave, le extrañó no haber caído antes:
—¡Papá! —gritó Roberto con decisión—. ¡Trae un libro de Balzac, por favor!
¡Quiero leer «Eugenia Grandet»!
El niño tragó saliva después de escuchar lo que Ana le había dicho al oído, pero
reunió todo el valor que pudo y añadió:
—¡En francés!El Sr. Algulo se levantó con júbilo. No, no era una alucinación: ¡Al fin! ¡Roberto
quería leer a Balzac! Abrió la puerta de la biblioteca del piso, que no era en absoluto
despreciable. Había muchos libros y, además, ninguno era de Jane Austen^7.
Ordenados alfabéticamente por el apellido del autor, Arnim dejaba paso a Balzac.
Ahí estaba: «Eugénie Grandet» en su lengua original, espléndidamente conservado.
—¡Roberto, hijo mío! ¡Aquí te lo...!
Nadie había en la cocina. Tampoco estaban habitadas las demás dependencias
del hogar. «Parece que, después de todo, ha sido una alucinación», pensó Angulo.(^)
(^7) ¡Oh! Austen es magnífica, por supuesto. Pero uno no deja pasar la oportunidad de parafrasear a
Mark Twain así como así.