Fallos en una exposición oral: Leer
Estamos acostumbrados a verlo: un orador que se aferra a unas
cuartillas y nos suelta su discurso sin despegar las narices del papel. Lo
vemos en el Congreso, lo vemos en juntas de accionistas, lo vemos en
el pregón de las fiestas del pueblo... Lo vemos en tantos sitios que ya
casi nos hemos acostumbrado.
Leer en lugar de hablar es como montar en bicicleta con ruedines a los
lados. Nos sirve al principio, nos evita accidentes, pero todavía no es
montar en bicicleta de verdad. Esos apoyos sujetan, pero también
limitan. Hasta que no nos libremos de ellos, no empezaremos a
disfrutar de todas las piruetas y las acrobacias que son posibles en un
discurso público.
A mí me dio el empujón definitivo un profesor. Yo andaba preparando
la defensa de la tesis y él se ofreció a ayudarme. Quedé un día con él
en su despacho, me senté enfrente para leerle lo que traía escrito y,
cuando menos me lo esperaba, alargó el brazo por encima de la mesa
y me arrancó los papeles de las manos. “Ahora, empieza”. No me
quedó más remedio que empezar.
Una presentación oral debe ser eso, oral. Y tiene que ser así porque
hablar en público es mucho más que transmitir un contenido. Es
interacción, es establecer una relación entre personas, es
comunicación en estado puro. Leer, en cambio, nos limita en varios
sentidos. Para empezar, nos impide establecer contacto visual con el
público. Los ojos están demasiado ocupados paseando por letras y
renglones como para que puedan dedicarles algunas miradas a
quienes han venido a vernos y a escucharnos. La lectura también nos
priva de toda la riqueza de tonos e inflexiones de la voz, de la
intención y matices que ponemos en la entonación. Por muy bien que
leamos (y hay quien lee muy bien), el despliegue de posibilidades de la
BLOQUE DE
LECTURA