LOS HUMANOShemos temido a los relámpagos
desde tiempos inmemoriales. En muchas cul-
turas, estas descargas eléctricas procedentes del
cielo eran interpretadas como un castigo divino.
Para evitar su impacto, en la época medieval,
cuando se avecinaba tormenta los monjes repi-
caban las campanas creyendo que su sonido los
ahuyentaba, tanto es así que en ellas aparecía
inscrita la expresión en latínfulgura frango, que
significa «rompo rayos». Paradójicamente, al
menos un centenar de estos religiosos murieron
fulminados por un rayo.
No fue hasta 1750 cuando Benjamin Franklin
teorizó que para proteger las iglesias y otras cons-
trucciones bastaría con «instalar, en su parte más
alta, una barra vertical de hierro, fina como una
aguja [...] que probablemente disipará la electri-
cidad de la nube antes de aproximarse lo bastante
como para impactar». No obstante, harto de
esperar a que un rayo alcanzara la iglesia Christ
Church, en Filadelfia, para comprobar su hipó-
tesis, optó por otra solución: ¡ir en busca de uno!
En octubre de 1752 escribió un artículo en el
Pennsylvania Gazettesobre la ejecución de un
alocado experimento: hacer volar, en medio de
una tormenta, una cometa rematada con un alam-
bre puntiagudo para que atrajera la electricidad
del aire y luego conducirla a través de una cuerda
húmeda hasta una llave de hierro, y desde allí a
una botella de Leyden, un condensador primitivo
que permitía almacenar cargas eléctricas. Pese
a que las primeras fuentes aseguran que el propio
Franklin, con la ayuda de su hijo, transportó los
«rayos de las nubes» al suelo, él nunca se lo atri-
buyó directamente, por lo que algunos científi-
cos e historiadores dudan de que el famoso
experimento de la cometa (ilustrado a la derecha)
tuviese lugar, e incluso de su viabilidad.
Sin embargo, las teorías de Franklin permi-
tieron probar que los rayos son ciertamente de
naturaleza eléctrica, así como los principios
físicos en los cuales se basa el pararrayos, cuyo
objetivo es ofrecer un camino de menor resis-
tencia para que la descarga eléctrica llegue al
suelo sin causar daños. Para ello, básicamente
el cabezal se instala en la parte superior de los
edificios, conectado a una toma de tierra a través
de un cable conductor.
Curiosamente, los pararrayos contradicen por
sí solos el mito popular de que «un rayo nunca
cae dos veces en el mismo sitio». Por ejemplo,
edificios gigantes, como la Torre Eiffel o el Empire
State Building, con sus terminaciones de metal
puntiagudo, reciben varios rayos cada año. Al
igual que sucedía antiguamente con los campa-
narios, que solían ser los puntos más elevados
de una determinada área y tenían más posibili-
dades de que les impactase uno. De haberlo sabido,
los monjes no hubieran repicado las campanas,
ni estas hubieran doblado por ellos.
El pararrayos de Franklin
TEXTO: ÒSCAR CUSÓ. FOTOS: GARY HERSHORN / GETTY IMAGES (ARRIBA);
SPL / AGE FOTOSTOCK (DERECHA)
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