El Mundo - 08.11.2019

(vip2019) #1
La Historia, con mayúscula inicial, se presentó
de improviso; aunque luego, al estudiarla en los
libros, uno averigua los antecedentes, comprue-
ba indicios y da en creer que también en materia
de acontecimientos históricos las cosas suceden de
forma progresiva, al ritmo con que juzguen oportu-
no eslabonarse las causas y los efectos.
Yo ya estaba entonces allí, en aquella Alemania
de finales de los ochenta, resignada a su partición,
cómodamente instalada su zona occidental en un perio-
do de bienestar que duraba cuatro décadas, desde el lla-
mado «milagro económico» de comienzos de los años
cincuenta, sin otra turbulencia digna de consideración en
tan largo tiempo que la crisis del petróleo de 1973.
Si me pidieran que calificase aquel jueves 9 de noviembre
de 1989 no dudaría en afirmar que fue un día normal. Más
normal imposible, normalísimo... hasta las ocho de la tarde.

restroika, Glásnost) estaba implementando en el suyo. En
enero del mismo año, el presidente del Consejo de Estado y
Secretario General del único partido admitido, Erich Ho-
necker, había afirmado que el muro continuaría existiendo
«durante cincuenta o cien años más si no se eliminan las ra-
zones que dieron lugar a su existencia».

W I N S T O N C H U R C H I L L «Desde Szczecin, en el Báltico, a Trieste,


en el Adriático, ha caído sobre el continente europeo un telón de acero»


W I L L Y B R A N D T «Las barreras mentales por lo general


perviven por más tiempo que los muros de hormigón»


El mes anterior, la RDA había celebrado por todo lo alto, con
desfiles, música militar y discursos pomposos, su cuadragé-
simo aniversario. Gorbachov asistió como invitado especial
al festejo. La masa popular lo aclamó desde las aceras. «Gor-
bi, Gorbi», coreaban cientos de bocas que pedían para su
país reformas similares a las que el dirigente soviético (Pe-

A esa hora empieza el Tageschau, que es como todavía se
llama el telediario vespertino de la primera cadena de la te-
levisión pública alemana. La sorpresa que esperaba a los te-
lespectadores sólo puede tildarse de monumental. Acababa
de suceder, sin tiros, sin batallas, sin actos solemnes, lo que
parecía imposible. La confirmación llegaría en el siguiente
y tantas veces recordado noticiario, los Tagesthemen (o te-
mas del día), a las diez cuarenta de la noche.

Ocurre entonces el malentendido, la metedura de pata o co-
mo quiera llamársele del miembro del politburó Günter
Schabowski durante la legendaria rueda de prensa de la
tarde del 9 de noviembre. A instancias de los periodistas
congregados en la sala, Schabowski lee lo que era una
propuesta para una ley de libertad de viaje y anuncia
por su cuenta que ya está en vigor. La descoordina-
ción es total. La televisión del régimen no informa.
Los tropas de frontera, con orden de disparar, no
saben nada. Y, en medio del desconcierto, Hans
Joachim Fiedrichs, desde la Alemania vecina,
suelta a las diez cuarenta la frase que sacará de
casa a miles de ciudadanos germano-orienta-
les: «Las puertas del Muro están abiertas de
par en par». Yo lo celebré en mi modesta ha-
bitación de alquiler con unas castañas asa-
das y una jarra de cerveza.

En 1989, la RDA se encuentra prácticamente en estado de
bancarrota, sostenida por créditos que el gobierno de la RFA,
presidido por el democristiano Helmut Kohl, concede con
condiciones cada vez más estrictas. Gobernada por ancia-
nos, con una industria ineficiente, una legislación en extre-
mo punitiva, unos servicios secretos ubicuos consagrados a
la vigilancia minuciosa de la población y una burocracia que
corta de cuajo cualquier asomo de individualidad creadora,
el régimen comunista de la RDA se enfrenta a una crecien-
te oposición popular y a una fuga multitudinaria de ciudada-
nos a través de las fronteras de Checoslovaquia y Hungría.
Las consecuencias no tardan en hacerse notar. Faltan
profesores, médicos, ingenieros... Falta de todo y en to-
das partes, y la nueva dirección del partido, con el ojero-
so Egon Krenz a la cabeza, comprende que «hay que ha-
cer algo», con mayor motivo ahora que derogada la doc-
trina Breznev no hay posibilidad de que la Unión
Soviética venga a imponer orden con sus carros de com-
bate. Los gobernantes checos han lanzado, además, un
ultimátum con relación a la entrada incesante de ciuda-
danos germano-orientales en su país.

La voz serena de Friedrichs echaba por tierra la arrogante
profecía de quien a esas horas no conservaba ninguno de
sus cargos. «La República Democrática Alemana», dijo el
presentador, «ha cedido a la presión popular. Queda permi-
tido el tráfico de personas y vehículos en dirección Oeste».
Transcurridos veintiocho años desde su construcción, el
muro que dividía en dos a Alemania había dejado de cum-
plir su propósito en cuestión de unas pocas horas. No hay
constancia del número exacto de ciudadanos que perdie-
ron la vida en el intento de saltarlo. Sí se sabe a ciencia cier-
ta que fueron muchos (sólo en Berlín en torno a ciento cua-
renta) y que todos los tiroteados o detenidos lo fueron
cuando intentaban escapar de Oriente a Occidente y no
al revés. La noticia sobre la apertura de los puestos fron-
terizos de la RDA pilló descolocados a los diputados oc-
cidentales reunidos aquel jueves en sesión rutinaria del
Parlamento de Bonn. Emocionados por la inesperada no-
ticia, interrumpieron el debate y, puestos de pie, entona-
ron de forma espontánea el himno nacional.

Sus palabras iniciales, pronunciadas en tono aplomado y con
gesto sobrio, han quedado grabadas en la memoria compar-
tida de muchos alemanes. Después de tantos años, siguen ac-
cesibles en internet. Traduzco: «Al manejar los superlativos,
conviene tener cautela, pues enseguida se desgastan; pero en
la noche de hoy podemos correr el riesgo de aventurar uno.
Este 9 de noviembre es un día histórico». Detuve la mastica-
ción al modo de quien teme profanar un instante sagrado.

Las clases de Lengua Materna que yo impartía entonces en
la ciudad de Lippstadt, en Renania del Norte-Westfalia, ter-
minaron aquel jueves, como de costumbre, a las seis de la
tarde. Por la mañana había llovido. Cubrían el cielo otoñal
las últimas nubes de un frente frío que, a lo largo del día, de-
jó paso a una temperatura algo más suave. A ratos asomó el
sol, sin que se rebasaran en la mitad norte de Alemania los
diez grados de temperatura máxima. Los suelos, también los
de Berlín, aún seguían mojados de atardecida y había riesgo
de heladas. Aquella noche histórica fue fría en el sentido me-
teorológico del término; en el social y humano, significó una
calurosa erupción de júbilo colectivo que habría de remover
los cimientos no sólo de Alemania, sino de Europa entera.
Uno, qué se le va a hacer, es propenso a las felicidades cotidia-
nas. El 9 de noviembre de 1989 me las arreglé para que el pu-
ñado de castañas que había puesto a asar estuviera en su pun-
to cuando empezara el noticiario nocturno de televisión. Para
empujarlas, llené con cerveza de trigo una jarra. Y sentado an-
te mi cena frugal, me dispuse a escuchar lo que la voz eufóni-
ca del célebre presentador Hans Joachim Friedrichs fuera a
añadir a la noticia bomba de la tarde. Friedrichs, fallecido en
1995, era al telediario alemán lo que Ana Blanco al español: la
presencia ordinaria en la pantalla, durante largos años, de una
cara y una voz merecedoras de estimación general.

A R A M B U R U


F E R N A N D O


POR

BERLÍN

Y LAS


EL MURO


CASTAÑAS


M U R O D E B E R L Í N


EL MUNDO. VIERNES
8 DE NOVIEMBRE
DE 2019

P A P E L P Á G I N A 2

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