Los gobiernos de Alemania occidental se mostraban cuando menos tibios
respecto a la reunificación alemana y a la del propio Berlín. Como ha sub-
rayado vigorosamente Alexandra Richie, eran sobre todo los socialdemó-
cratas, abiertamente anticomunistas, los que querían una Alemania libre
y unida, ajena a las pulsiones revanchistas y a las veleidades agresivas
contra el imperio soviético. Una Alemania vinculada a la Alianza Atlánti-
ca y a Estados Unidos, con Berlín como capital.
Y es que los grandes políticos alemanes vinculados con Berlín eran social-
demócratas, desde el extraordinario Kurt Schumacher a Willy Brandt,
combatiente antinazi, gran burgomaestre de Berlín Oeste en los años más
duros y, un tiempo después, canciller, quizás ya no tan grande, pero abier-
to con creatividad a los países del Este de Europa y, sin duda alguna, pro-
tagonista de la historia del Berlín dividido, de la ciudad sobre la que, co-
mo dice una novela de Christa Wolf, hasta el cielo aparece dividido.
A Adenauer le interesaba mucho más el crecimiento de la República Fe-
deral en la Alianza Atlántica, y su capital preferida era Bonn, a pesar de
su escasa simpatía de católico por la Prusia protestante y militar. A esta
actitud de la CDU se sumaba la opinión de muchos moderados de otros
países occidentales, por ejemplo de nuestro Giulio Andreotti, que, en una
de sus ocurrencias de sacristía, dijo que amaba tanto Alemania como pa-
ra desear que no hubiese dos, en una desagradable consideración sobre
un pueblo oprimido como era el de la RDA.
Fragmento
original del
Muro de Berlín,
con su certificado
de autenticidad
incluido.
J. M. PRESAS
llevar por un cierto colaboracionismo y proporcionar informaciones sen-
sibles, algo que más tarde, tras la caída del Muro, dejó una estela de acu-
saciones recíprocas y rencores.
Durante estos largos años, estuve varias veces en Berlín Este, la triste e
imponente capital soviética, con sus grandiosos edificios y monumen-
tos clásicos, a los que Berlín Oeste respondía con el KaDeWe, enorme
seductor y descarado mercado del bienestar occidental, con el rascacie-
los Springer, editor de derechas, y con tantos edificios imponentes y, a
menudo, horribles. Tras la reunificación, desde las ventanas de Wim
Wenders, el director de El cielo sobre Berlín, vi las ciclópeas obras de la
Potsdamer Platz, con las excavadoras que derrumbaban enormes edifi-
cios y con las grúas que trasladaban toneladas de materiales y de ladri-
llos en la gran mudanza de la Historia.
A finales de octubre de 1989, en un encuen-
tro en Bois entre escritores y políticos de al-
gunos países de la Europa del Este -la otra
Europa, como se decía entonces-, estaba tam-
bién un joven director interesado por las gran-
des manifestaciones que se sucedían en Berlín
Este, estimuladas por el creciente éxodo de mu-
chos ciudadanos de la RDA, la República Demo-
crática Alemana. Estuvo poco tiempo y regresó in-
mediatamente, para retomar su puesto de lucha
contra el Muro, pero, antes de irse, describió la si-
tuación y añadió que no se podían hacer previsio-
nes, que podía pasar cualquier cosa, pero que, si de
algo estaba seguro, era de que el Muro iba a durar
muchos años. No sólo él, sino que todos estábamos
convencidos de ello, incapaces como somos de cre-
er que el mundo, tal y como estamos acostumbra-
dos a verlo y a vivirlo, pueda cambiar. El Berlín di-
vidido era el símbolo, el centro del miedo y de la
Guerra Fría que, en cualquier momento podía tor-
narse caliente, como, por otro lado, estaba ya suce-
diendo en otros muchos continentes, provocando
durante mucho tiempo millones de muertos. Pues
bien, pocos días después, el Muro ya no existía.
M A G R I S
C L A U D I O
POR
Durante muchos años, las dos Berlín vivieron vidas antitéticas y separa-
das. En el Oeste, la contestación sesentera, una efervescencia artística de
todo tipo, que recordaba a la Berlín desmelenada y transgresora de los
años veinte, con sus continuas manifestaciones antiamericanas, las rami-
ficaciones del terrorismo de la RFA y sus correspondientes represiones.
En el Este, donde hasta poco antes se disparaba a los que intentaban sal-
tar el Muro, las ruinas y la emoción de la reconstrucción.
Recuerdo, en un almuerzo un año después de la caída del Muro, el ros-
tro marcado por las arrugas y conmovido de Brandt y de Karl Otto Pohl,
presidente del Bundesbank, que me explicaba la equiparación del mar-
co oriental, que no tenía nada que ver con la fortaleza del marco occi-
dental. Veinticinco mil millones descargados en los tristes bancos de
Berlín Este.
En otra ocasión, oí a Gysi, líder del partido excomunista democrático
rebautizado, clamar contra los males del capitalismo y proponer el co-
munismo, no como solución, pero sí como un anticuerpo necesario,
algo por otra parte muy razonable. Me disgusta el hecho de no ha-
ber podido ver el desfile de los soldados rusos que abandonaban la
ciudad, aquellos soldados ocupadores/ocupantes, encerrados en
sus propias casernas y obligados a no mantener contacto con los
berlineses, en un destino común bastante gris.
Hay un relato, cuyo autor no recuerdo en estos momentos, que
habla de un berlinés, que intenta escapar al Oeste, excavando
una galería bajo el Muro. Excava y sigue excavando en cue-
vas y meandros y se pierde entre galerías ciegas, improvisa-
das cavernas y agujeros negros. Cuanto más excava más se
desvanece y desparece en aquel laberinto. Quizás esté to-
davía allá abajo, en el oscuro subsuelo de la ciudad.
© Corriere Della Sera
EN BERLÍN
HE VISTO
LA GRAN
DE LA HISTORIA
MUDANZA
Años más tarde, el extraordinario instinto político de Khol, el canciller de
la reunificación, corrigió radicalmente la estrategia de su partido, la CDU.
Pero, incluso durante el tiempo del colapso de la República Democrática
y de la reunificación, el propio Khol consiguió un gran éxito en muchas
regiones de la RDA, pero no en Berlín, siempre vinculada a la socialdemo-
cracia. Quizás por eso, en el devenir de Alemania tras la Segunda Guerra
Mundial hubo un elemento esencial: el conflicto entre el antiguo particu-
larismo del Sacro Imperio Romano, eje importante de la historia alema-
na, y las tendencias unitarias culminadas en la unidad realizada por Pru-
sia, patria de una gran cultura filosófica basada en el rigor ético, la tierra
de Kant y de los conjurados antinazis del 20 de julio de 1944.
Las dos Alemanias se disputaban, pues, la interpretación y la apropia-
ción de la historia alemana. Tras estos sofismas ideológicos, la RDA –se-
gún escribió Cesare Cases, una de las grandes cabezas de la izquierda
y de la cultura italiana– era el país en el que la mitad de los ciudadanos
espiaba a la otra mitad, en una actividad, entre otras cosas, escasamen-
te productiva. Berlín Este era el paraíso de los espías y del doble juego,
de los agentes americanos que pasaban información a los soviéticos y
viceversa, en un inagotable repertorio de novelas negras y películas po-
liciacas. Se vivía en un clima de creativa y trabajada literatura, en la que
los valientes críticos del régimen se veían obligados, a veces, a dejarse
M U R O D E B E R L Í N
EL MUNDO. VIERNES
8 DE NOVIEMBRE
DE 2019
P A P E L P Á G I N A 2 4