Poco después de la
agresión a Polonia que
desencadenó la
Segunda Guerra
Mundial, Hitler se
dirigió a la nación
alemana desde el
Artus Court de la
Ciudad Libre de
Danzig (Gdansk), en
un discurso en el que
volvió a justificar lo
injustificable,
siguiendo su
trayectoria anterior.
E
l incidente de Gleiwitz fue la ex-
cusa, aunque podría haber sido
cualquier otra. Una emisora de
radio en esa ciudad de Silesia
fue atacada el 31 de agosto por
unos soldados alemanes disfra-
zados con uniformes polacos.
Nadie se creyó la maniobra, fraguada por
el jefe del servicio de inteligencia de las
SS Reinhard Heydrich y el de la Gestapo
Heinrich Müller, pero, de cara a la galería,
los nazis ya tenían su casus belli. La torre
de Gleiwitz, la más alta de madera del con-
tinente, es hoy un monumento histórico
y su visita turba a cualquiera. De algún
modo, ahí se escribió el primer capítulo
de la guerra, que estallaría solo un día
después, el 1 de septiembre.
La llamada campaña de septiembre
- .DPSDQLDZU]H˒QLRZD– se prolongó en
realidad hasta el 6 de octubre, cuando las
últimas unidades del ejército polaco se
rindieron a los invasores, que ya no eran
solo alemanes, sino también, a partir del
17 de septiembre, soviéticos, en uno de los
episodios más vergonzosos del siglo XX.
El ataque a Polonia fue minuciosamente
trazado por el OKW, el Alto Mando de la
Wehrmacht, mediante un plan estratégico
denominado Fall Weiß. &DVR%ODQFR puso en
práctica la “guerra relámpago”, que impli-
caba el uso coordinado de blindados, fuer-
zas aéreas y aerotransportadas. Quienes
fueron testigos de semejante despliegue,
como el joven Jan Karski, no lo olvidaron
jamás. En su libro +LVWRULDGHXQ(VWDGR
FODQGHVWLQR, este héroe de la resistencia
subrayaba que “la noche del primero de
septiembre, a eso de las cinco de la ma-
ñana, mientras los soldados de nuestra
división de artillería montada dormían
tranquilamente, la Luftwaffe, rugiendo,
atravesó la breve distancia que había hasta
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nuestro campamento, procedió a rociar la
región entera con una llameante lluvia de
bombas incendiarias. A esa misma hora,
cientos de tanques alemanes, poderosos y
modernos, cruzaban la frontera y arrojaban
una tremenda descarga de obuses en direc-
ción a las ruinas en llamas. La magnitud de
la muerte, la destrucción y la desorganiza-
ción causadas en sólo tres horas por este
fuego combinado fue increíble”.
EL PACTO RIBBENTROP-MÓLOTOV
Tras las restricciones de Versalles, y con
la llegada de Hitler a la cancillería, la in-
dustria militar germana había empezado
a remontar el vuelo. La creación de la
Wehrmacht y su temible Arma Aérea, la
Luftwaffe, en 1935, patentizó que el nacio-
nalsocialismo había soltado amarras con
el pasado de la república de Weimar. Sin
embargo, aún quedaba mucho por hacer:
para el Führer, Polonia fue una especie
de ensayo al que se lanzó, eso sí, con las
espaldas cubiertas. Solo nueve días antes
de que se abriera la caja de Pandora, la
Alemania nazi y la Unión Soviética de Sta-
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el llamado Pacto Ribbentrop-Mólotov, por
los apellidos de los ministros de Exterio-
res de ambos países. Un estremecimiento
recorrió Europa (y un ostensible sonrojo
las mejillas de los comunistas del mundo
entero): el frente del Este quedaba exento
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el itinerario vital de Hitler sugería que esa
hipótesis pronto se haría realidad.
Durante años, la política de apacigua-
miento había contribuido a fortalecer el
expansionismo germano. El Acuerdo de
Munich de 1938 avaló la incorporación
de la región de los Sudetes a Alemania,
con la venia de Francia y Gran Bretaña,
que, para evitar el mal mayor de la guerra,
dejaron a los checoslovacos a los pies de
los caballos. Tampoco el Anchluss, la unión
de Austria y Alemania en marzo de 1938,
suscitó mayores sobresaltos entre los alia-
dos, más allá de alguna tibia protesta por
ese abuso, que zarandeaba el espíritu del
Tratado de Versalles.
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tiembre. Después de tantos miramientos,