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i las tabaqueras en la Patagonia son concebidas para estar en tránsito, esta
tabaquera es un fiel ejemplo de ello. Su historia comienza en las estepas argen-
tinas. No solo porque los materiales con los que fue confeccionada provienen
de ese país, como el cuero de choike, la cinta y los hilos de seda, sino porque su crea-
dora, Erminda Escobar Montecino, nació al otro de la frontera, en la estancia Río del
Oro, en la década del treinta.
De madre argentina y padre chileno, Erminda creció entre madejas, como solía ser la
infancia en tierras patagonas. “Mi mamá nos enseñó a hilar, a tejer medias, ella era
muy inteligente, muy tejendera, tejía frazadas, hacía mantas, pero a mí nunca me
gustó el telar... no he querido aprender porque las que tejen se ponen medias
curcunchas, y yo quiero andar bien derecha”, cuenta con su voz ronca y su humor
siempre a flor de piel.
Bajo la sombra de unos ñirres, en unos “asientitos”, solían bordar juntas Elisa, Eloísa y
Erminda, la menor de todo el clan. “Éramos bien hermanables. Cada una calladita
haciendo su bordado”. A ratos también se sumaba su mamá, Luisa. En esta escena de
antaño, cuando tenía solo 8 años, se asomó su primer bordado. “Un pajarito cualquie-
ra, de esos que andan volando”, así define Erminda el diseño que eligió para su papá.
“Le hice un pañuelito, un trapito, costuradito, cuadradito”. Sus bordados a veces eran
regalos para sus seres más queridos y, otras, se hacían para venderlos a vecinos de la
comunidad. “Ofertábamos las tabaqueras, las mostrábamos y a la gente les gustaban
y decían: ‘se la compro’. También vendíamos pañuelos para el cuello, paños, sábanas
y almohadones... Nosotras con esa platita encargábamos cosas a la Argentina, un
parcito de alpargatas, zapatillas que nos faltaban, le dábamos al papá para que nos
trajera”. Esos viajes a caballo los hacían los hombres de la familia, y podían demorar
casi un mes entre ir y volver.
No solo se iba a comprar, también a cazar. Sus hermanos, Leoncio y Lino, solían ir por
las pampas a caballo, de boina y fusil, a “chulenguear”, relata Erminda, a cazar chulen-
gos o crías de guanaco y también aprovechaban el viaje para atrapar algún ñandú o
choike. “Son igual que un pavo pero más grande, dicen, yo no los conozco, y tienen
el cogote así tan largo. Entonces ellos los mataban, se los comían, les sacaban el
cogote, el cuero, y lo traían para que hiciéramos tabaqueras”. Así, un preciado mate-
rial textil, cruzaba la frontera de sus dos patrias y llegaba a sus manos.