En su relato, Marisol siempre ubica a su mamá en el centro de
su quehacer textil, y va recordando sus enseñanzas de madre y
maestra. Aunque en un comienzo el oficio del bordado tuvo
tintes de obligación, con el tiempo se volvería su gran pasión:
“Yo con esto me vuelo. Me pongo a bordar y pueden pasar
horas y horas, cuando es un ramo (de flores), que a mí me
encanta, con mayor razón. Me olvido de todo lo que tengo
que hacer y me concentro; me voy al pasado con el bordado”.
De niña solía hacerlo sentada en el suelo junto a la puerta,
buscando siempre la luz natural. Como las casas de antaño
tenían pocas ventanas, ese era –tal como ella lo llama– su “rin-
concito para bordar”. Recuerda que aprovechaba todos los
tiempos libres. “No es que uno trabajara tanto tampoco, pero
es que nosotros nos criamos con mi pura mamá, porque yo
tenía 15 días cuando mi papá falleció en el campo. Me crié
aprendiendo todo lo que ella hacía: arreglar cercos, cortar una
mata, ver los animales, todo. Como ella no tenía a su viejo, en
el día teníamos que ayudarle y cuando llegaba la hora del
almuerzo, yo agarraba mi bordado y me ponía a bordar”.
“Me voy al pasado”
Ella cuenta que bordaba cada pieza, tranquilamente y sin
“chicoteos”, hasta terminarla, comenzando por lo más difícil.
Primero las flores, luego los “palos” (tallos), las hojas y las
decoraciones finales. El relleno era lo último que se borda-
ba y también lo último que se aprendía, ya que era necesa-
rio manejar diestramente los puntos de contorno antes de
aprender a rellenar.
Las terminaciones fueron hechas en el frente de la pieza, sin
nudo, lo que requiere gran prolijidad en la técnica de escon-
der el hilo por delante del bordado: se debe atrapar y escon-
der la primera puntada mientras se continúa bordando.