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ste es un cuadro con historia”, cuenta Luisa Vargas Escobar (1958).
Dice que al mirarlo, colgado en su pieza, le da nostalgia. Le trae el
recuerdo de una antigua vida familiar en el lago Vargas, al sur de
Cochrane, donde su papá, Octavio Vargas, llegó desde Argentina a instalarse en los
años cuarenta. Buscaba tierras para una nueva vida y “como antes todo esto estaba
desocupado”, junto a un brazo del río Baker levantó un puesto de canogas. Tiempo
después, comenzó a trabajar el campo, dedicándose a la ganadería y al madereo de
ciprés. Su mamá, Elisa Escobar, tenía 22 años cuando se casó con él; y en este recón-
dito lugar, criaron a sus seis hijos.
Visionarios, pensando en que al crecer nunca tuvieran que dejar su hogar para ir a
estudiar a Cochrane, levantaron una escuelita en su campo, la misma que inspiró a
Luisa, y que recuerda con tanta gratitud: “(Ahí) aprendí a leer y escribir, a hacer cosas
que hoy me sirven un montón, gracias a Dios”. Aquí estudiaron cerca de treinta
niños y niñas de su generación, todos hijos e hijas de pobladores del lago Vargas.
“En ese tiempo era puro caballo, venían de lejos y todos iban de a caballo y los
perros no fallaban”, y así lo plasmó entre hebras de lana cuando tenía 12 años. “(Esta
obra) la hice de memoria, porque siempre íbamos a ver la escuelita, era parte de mi
vida”, relata.
La escuela fue construida “de puro ciprés y a pura hacha”, entre cuatro vecinos del
lago Vargas. Luisa se refiere a ellos como “viejos talentosos”, que incluso trajeron
desde Argentina los clavos para su construcción. “Arriba tenía cuatro piezas, los dor-
mitorios de los niños, y abajo estaba la sala del profesor y la cocina. Primero hicieron
esta y la hallaron chica y la ampliaron con despensa y con todo adentro, y esta es la
salita del comedor, y atrás había un salón grande donde entraban todos los niños”,
comenta Luisa apuntando el cuadro.
La memoria y certeza con la que describe la escena, sus lugares interiores y exterio-
res, es fascinante. Mientras habla, se detiene en cada rincón de su obra para realizar
un viaje a través de esos centímetros de textil, ahondando en todo lo que pasaba en
el lugar. Luisa se refiere a su creación desde una emotividad que nos transporta a
esos días en que la escuelita funcionaba y era un lugar querido por la comunidad.