Al final, tras varios días de intensa búsqueda me de-
canté por un piso amueblado de tres habitaciones, si-
tuado en la calle Roger de Lauria; una especie de urba-
nización antigua que desde siempre controla Juan, un
portero de los de toda la vida. El precio parece de cien-
cia ficción: 450 euros. Eso sí, había que dejar tres meses
de depósito y uno de fianza. Cosas de las inmobiliarias.
Aun así, he de reconocer que cuando abandoné ese
piso cuatro años después me devolvieron hasta el úl-
timo euro.
Por esa cantidad hoy no encuentras nada parecido en
todo Madrid. De hecho, según Idealista, solo existe una
vivienda en toda la provincia con características simi-
lares a aquel piso y está en Lozoya, a 100 kilómetros de
Carabanchel. Lo acaban de publicar en el portal inmo-
biliario, así que imagino que volará de ahí en apenas
unos minutos.
Sin embargo, así era nuestro barrio hace menos de una
década (y Usera y Vallecas y Villaverde y Aluche...). Por
desgracia, todo eso ha cambiado bastante. Desde el Eko
y otros centros sociales analizamos muy pronto lo que
estaba ocurriendo.
En enero de 2015, en mi extinto blog, ya me hacía eco de
ese extraño fenómeno que se empezaba a dar con fre-
cuencia en algunas ciudades españolas: la gentrifica-
ción. Vecinos de toda la vida de barrios como el Cabanyal
en Valencia o el Raval en Barcelona se veían obligados a
abandonar sus casas para hacer hueco al turismo y a los
nuevos residentes, que ofrecían modernez a raudales y
un bolsillo mucho más lleno. Es decir, que no les impor-
taba pagar 700 u 800 euros por lo mismo que hasta un
mes antes se pagaba 450. Y hasta les parecía barato.
Por aquel entonces, Malasaña ya era conocida como el
“barrio TriBall”. Hoy, con sus calles totalmente gentri-
ficadas y turistificadas, apenas existen referencias de
aquella nomenclatura tan cool que lo puso tan rápido
de moda. Las inmobiliarias hicieron el agosto. Com-
praban antiguos pisos de 150 metros cuadrados para
convertirlos en tres infraviviendas (o lofts) de apenas
40 metros.
Todavía recuerdo cuando un amigo italiano que esta-
ba de Erasmus me invitó a conocer su casa en plena
calle Fuencarral. 500 euros por una habitación inte-
rior, sin ventana. Para llegar a ella había que abrir un
portón de acceso y recorrer un largo pasillo donde
se sucedían pequeñas viviendas unifamiliares cuya
única ventana (o más bien apertura superior) daba
a aquel angosto pasillo, colmado de ruidos y olores.
Al llegar al fondo, otro portón. “Espera, no sea que
mi compañero esté en la cama”. ¿Cómo? Sí, abrías la
puerta y entrabas directamente a una habitación. La
siguiente puerta conectaba con otra habitación, por
lo que hubo que hacer el mismo proceso. La tercera,
te llevaba a una cocina ínfima, que conectaba con la
habitación de mi colega y con un pequeño aseo. “Pues
aquí es donde vivo”. 500 euros. Todo a oscuras. Yo no
daba crédito, pero estaba claro que esa era la realidad
de muchas personas que querían vivir en el centro de
Madrid.
Y mientras cortaban las barbas a Malasaña, Lavapiés
puso las suyas a remojar...
Desde Carabanchel, al otro lado del río, con nuestro al-
quiler a 450 euros, nuestros botellines a 1,20 con me-
dia ración incluida en el Botafumeiro, nuestras copas
a 3,50 euros en el Kalcos y en el Trote y nuestros co-
mercios llenando las calles, veíamos aquel proceso de
rehabilitación urbanística como un mal preocupante,
pero lejano. Ilusos.
Primero llegaron los artistas. Naves industriales en
desuso o infrautilizadas desde hacía décadas a precio
de saldo. Sin duda, muy atractivas para jóvenes creati-
vos que, dentro de su condición, seguían siendo preca-
rios. Pero no tan precarios. En un barrio, el de San Isi-
dro, con una renta media disponible de apenas 21.000
euros, estaban llegando vecinos desde el otro lado del
río con una renta media entre 10.000 y 20.000 euros
superior a la de los residentes de toda la vida.
¿Y qué pasó? Lo que tenía que pasar. Creció la deman-
da. Y las inmobiliarias se frotaron las manos. Aún re-
cuerdo cómo mi ex casero me llamó al poco de dejar el
piso: “¿Conoces a alguien que quiera alquilar por 500
euros al mes?”. Había decidido, de golpe, subir 50 euros
el precio. Y se lo hice ver. Su respuesta fue clara: “La in-
mobiliaria me ha aconsejado que lo suba a 750 euros,
pero me parece excesivo”.
David Val OPINIÓN