que ese paño bordado sería el comienzo de una larga trayec-
toria textil, que la llevaría incluso a ser profesora de bordado
de otras mujeres de Cochrane.
Después de las liebres vendrían desafíos mayores. “Yo
recuerdo que cuando aprendí a bordar le bordaba cigarreras
a mi papá. Cuando él salía –porque antes había que ir a com-
prar los víveres a Argentina–, uno le tenía una tabaquera,
aunque sea a medio bordar, para cuando él llegara tenerle
algo de regalo”, relata Nilda, con la voz entrecortada, recor-
dando los pocos años en que alcanzó a compartir con él.
Tenía 6 años cuando su papá falleció y su hermana Marisol
–también bordadora y tejedora– solo quince días de vida.
Ocurrió en 1961, en uno de esos días invernales en tierras
patagonas. “Secundino salió a correr un león (puma) que le
estaba causando daño a sus ovejas, pero jamás regresó, los
cerros y la nieve lo envolvieron... y ni siquiera tan lejos de la
casa”. Sofía quedó viuda y, sumergida en la más profunda
pena, tuvo que salir adelante por amor a sus cuatro hijos.
Sacó fuerzas y siguió criando y trabajando en esta tierra
sobrecogedora, pero siempre agreste.
“Ella hizo la vida de mamá y papá de nosotros, nos acostum-
bramos a trabajar con ella, en todo la ayudábamos, en los
quehaceres de la casa y del campo, cómo ver los animales,
trabajar en un cerco, esquilar, sembrar y cortar pasto”. Nilda
cuenta que prefería la cocina. Ayudaba a preparar guisos,
estofados, sopas y asados en la cocina a leña.
A Sofía también le tocó ser matrona de sus vecinas, cuentan
sus hijas. “No le importaba la hora o si estaba ocupada en
faenas del campo, simplemente ensillaba su caballo y salía lo
más pronto posible”. Después de los partos, Nilda y sus her-
manas iban hasta el campo para conocer a la guagua y ver a
su mamá que solía quedarse una semana acompañando a la
recién nacida.
Doña Sofía nunca fue a la escuela, siempre vivió en el campo, y
para sus hijos quiso una vida distinta, pero las grandes distan-
cias obligaban a dejar internos a los niños. A los 7 años Nilda
entró a estudiar acompañada de su hermano mayor. “No había
salido nunca de mi casa”, relata recordando ese primer viaje a
Cochrane. La travesía demoraba dos días a caballo desde Los
Ñadis, “era la única manera de trasladarse”. Ensillaron un caba-
llo manso para ella y emprendieron viaje. En el camino debían
dormir al aire libre. “Uno buscaba un lugar donde hubiera agua
y pasto para los caballos y agüita para tomar mate. Carpas no
existían, usábamos una lona y una manta tejida para el frío”.
Incluso durante el invierno debían realizar el viaje, ya que cada
3 o 4 meses Nilda regresaba de la escuela al campo. “Uno no
veía nunca a los papás” y eso, quizás, era lo más difícil de la
infancia en sectores rurales.
Apenas regresaba al campo, comenzaba un nuevo proyecto de
tejido o bordado. Aunque su paño de liebres se perdió con los
años, hay otro que sí logró conservar. Es un bordado de pajari-
tos que confeccionó cuando tenía 12 años y que le regaló a su
mamá para tapar la radio de la casa. “Los diseños los tengo
que haber sacado de algún cuaderno o libro”, comenta, y
sobre los colores elegidos, agrega: “Hice lo que pude con los
que tenía a mano".
A caballo rumbo
a la escuela