esos tiempos en que vivían en la casa “de canoga, de palos
‘paraos’ no más” ubicada en el mismo fundo Las Trincheras.
Jardineras con botones y vestidos, entre otras vestimentas,
recuerda que usaban durante su infancia. “Yo sé cortar ropa,
pero ahora ya no. Cortaba las mangas, las camisas sé hacer yo,
camisa de chicos”. Con los restitos de género que iban
sobrando se las fue ingeniando para comenzar nuevos proyec-
tos que –sin saberlo– serían el inicio de su vida como bordadora.
De doña Mercedes habría sacado parte del carácter determi-
nado. “En las cosas de la mamá no tenía que meter las manos
nadie, porque ella dejaba todas las cosas hilvanás y si uno iba
y le desarmaba, no le gustaba...”, dice Eloísa, dejando entre-
ver que su mamá, al igual que ella, prefería arreglárselas sola
en las creaciones que costureaba.
Las primeras piezas bordadas con las que tuvo cercanía fueron
las prendas de vestir hechas por su mamá, como las enaguas.
Eran tan bonitas que no daban ganas de cubrirlas con ropa,
recuerda Eloísa, describiendo la ropa interior que utilizaban las
mujeres bajo los vestidos en los años cincuenta y que su mamá
bordaba con diminutas florcitas. Hubo un minuto en que
comenzaron a compartir el trabajo: su mamá las empezaba y
Eloísa se encargaba de terminarlas. “Después se cabrió (la
mamá) y no bordó más enaguas”.
El bordado fue una herencia materna, aprendido a ojo, ya que
probablemente por falta de tiempo su mamá no le habría
enseñado de primera fuente. Intuitivamente, ella fue aden-
trándose en un camino de coloridas puntadas, recibiendo
elogios de doña Mercedes. “Ella miraba a ver si estaba bonito.
‘Mejor que los míos’, decía”, observando su trabajo.
Los elogios de
Mercedes