Cuando doña Eloísa salía a ver si su abuelita Luisa tenía sufi-
ciente leña, Yessica aprovechaba para convencer a su papá.
“Yo era regalona así que le decía ‘pucha, es que yo quiero
bordar’, entonces iba mi papá me buscaba los hilos y me
pasaba la aguja, yo dibujaba una línea y hacía cadena,
cadena y cadena”.
En su infancia, el ocio estaba prohibido. Apenas veía a sus
hijas desocupadas, Eloísa agarraba un pañito, lo marcaba y
se los pasaba para que comenzaran a bordar. Cuenta Yessi-
ca que era un momento íntimo y de detención, que con
ocho años le permitía descansar de las tareas domésticas y
componer tranquilamente una obra textil.
El bastidor nunca fue lo suyo. Sosteniendo la tela fuertemen-
te con las manos ha ido desarrollando su propio modo de
bordar a lo largo de los años. El estilo de Yessica Arratia, “con
pura cadeneta no más” y la experimentación en prolijas
variaciones de este punto, es totalmente reconocible al
encontrarse con uno de sus bordados.
“Nada de andar
chivateando”
Nació en una casa de Cochrane, “de carrerita”, como ella
misma cuenta, tanto así que su papá tuvo que asistir a su
mamá al final del parto, antes de que llegara la ambulancia.
Pero creció en el campo, desde los 9 hasta los 21 años. En
ese entonces vivía en una versión más pequeña de la actual
casa de sus papás, que tenía una cocina y un solo dormito-
rio. Recuerda con cariño como, junto a don Hernán, aserra-
ron a brazo cada una de las tablas de la casa, ella con tan
solo 12 años.
Desde pequeña aprendió toda clase de oficios manuales,
incluyendo carpintería y ganadería. “Aprendí a esquilar con
tijerón, a cortar pasto con guadaña, a ensillar un caballo,
hasta a ayudar a sacar terneros de las vaquillas cuando no
los podían tener solas, así que soy partera de vacas”.
En el campo, los quehaceres diarios eran casi infinitos: “Mi
mamá tenía tantas cosas que hacer que muy pocas veces se
sentaba”. Solía levantarse a las cinco y media de la mañana
para alcanzar a sembrar, ordeñar, hacer quesillo y chicha,
entre muchas otras labores, mientras su papá juntaba leña
en el bosque para ir a venderla con carro y bueyes. “A noso-
tros nos decía: ‘nada de andar chivateando por ahí’, para
que no nos fuéramos a jugar”, recuerda Yessica; y es que
todos los integrantes de la casa debían ayudar, sobre todo
en las faenas textiles, que demandaban largas horas de
trabajo y dedicación. “En el día mi mamá bordaba y, ya en la
tarde, se ponía a hilar, a torcer hilo y nosotros a escarmenar
lana para hacer las madejas”, y luego pasarse al tejido a
telar. El proceso de aprendizaje se daba a través de la obser-
vación: “Mirando a mi mamá, que siempre me llevó con ella
a hacer todas las cosas”.