SUB UNO DEO

(Jud Rampoeng) #1

Capítulo 5: Portunus
El Tíber guardaba secretos en sus aguas color ocre. Yo, Titus, cojeaba hacia un santuario
cerca del río, dedicado a Portunus, donde Safira me esperaba. Mi pierna, herida durante la
destrucción de Corinto, no apagaba el fuego que su inocente y sabia mirada siria encendía.
Por la mañana, los jazmines perfumaban el aire, mezclados con rosas y malvas, y los
albatros graznaban sobre el murmullo de las corrientes. Compré un ramo de laurel a los
vendedores del río, como ofrenda a Portunus, pero mi ceceo traicionó una breve plegaria.
Safira me aguardaba. Su cabello negro brillaba bajo el sol. Su perfume de mirra me
envolvió, tomó mi mano. “Titus, en Siria, Astarté bendice el amor libre”, informó, su acento
alargando vocales como un canto. Sus labios rozaron los míos, y el mundo se desvaneció
en el calor de su piel. Mis manos, torpes como mi cojera, encontraron su cintura, y nos
unimos bajo los jazmines, el Tíber como testigo.
Supe, más tarde, que Lucius nos seguía. Ese romano parecía tener más curiosidad por la
vida de los que le rodeaban que por la suya propia. Los filósofos éramos muy distintos.
¿Puede uno buscar la felicidad fuera de uno mismo?
Había observado, en varias ocasiones, que aunque Lucius era un hombre de edad, sus
ojos ardían de deseo por Safira. Sin embargo, mi antiguo amo y señor, guardó silencio. No
interrumpió nuestro primer encuentro amoroso, pues me necesitaba para espiar el culto y,
también, administrar su enorme colección de pergaminos. Aparentemente era un romano
justo pero, ¿Había en Roma algún noble que fuera realmente noble? ¿Acaso no eran casi
todos unos hambrientos “depredadores” que debían sus elevadas posiciones a las malas
artes y a la explotación? Su mutismo pesaba más que las palabras. Mis versos, nacidos del
amor, brotaron:
Amor Syri, ignis consumit,
Jasmina floret, Roma cadit.
Tiberis murmurat, ego taceo().
(
)El amor sirio, un fuego que consume,
Los jazmines florecen, Roma cae.
El Tíber murmura, yo callo.
En el Foro, los rumores cortaban como cuchillos. Compré pan de cebada con un as. El olor
a garum y aceitunas llenaba el aire. Los gorriones cantaban entre malvas, y un perro
callejero, sin amo, -mucho más libre que yo-, husmeaba las sobras del mercado.
Entonces, un mercader, mostrando un denario con Júpiter, murmuró: “César ordenó la
muerte del hijo de Pompeyo, un supuesto accidente en una construcción”. La tristeza hizo
que Pompeyo, el padre de ese joven muerto, cediera ante el ”Dios único” que el César
deseaba imponerle a todo ser viviente.
La sangre de Roma se derramaba en secreto. Mi alma ateniense, marcada por Corinto,
tembló ante tal crueldad. Escribí, con el miedo en mi pecho:

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