Capítulo 1 : Memorias
Era la primavera del año de los cónsules Piso y Gabinio, sesenta años antes de que los
cristianos le rezaran al Dios de los Judíos, Yahvé. Roma era un mosaico de mármol y
miseria, y yo, Titus, un liberto de treinta y seis años, cojeaba tras Lucius Marcius, cargando
sus pergaminos bajo un sol brillante. Mi ceceo, espejo de mi inseguridad, me hacía hablar
con cuidado, pero en mi mente los versos fluían como el Tíber. Lucius, ajustando su toga
con obsesión, creía en la República como en un dios, su fe era una antorcha que yo temía
ver apagarse.
El Foro bullía con los mercaderes y los rumores. Malvas silvestres crecían en los márgenes,
sus pétalos morados desafiando el polvo que el calor levantaba. Los gorriones entonaban
sus bellos trinos, en los tejados, mezclándose con las altisonantes voces de los vendedores
hambrientos de sestercios. No hay nada más bonito que el canto de los pájaros. ¡Lastima
que pocos son los que prestan atención a lo bello!
Lucius preparaba un discurso contra César, cuyas ambiciones crecían como sombras. Yo,
con mi cojera, me apoyaba en una columna, observando.
Un augur sacrificó una paloma ante el Templo de Júpiter; la sangre, al derramarse, dibujó
una corona en la piedra.
“Los dioses han hablado”, gritó una mujer envuelta en lino. “Un emperador reinará en
Roma”.
Las habladurías y las noticias corrían: los galos del norte, fieles a sus dioses de madera y
viento, se agitaban ante los rumores de un culto que predicaba un dios único. El aire se
volvió pesado, y mis versos surgieron, torpes pero ciertos:
Sanguis corona, fata regum,
Libertas Romae sub umbris cadit.
Passeres cantant, ego taceo().
()Sangre en corona, destino de reyes,
La libertad de Roma cae bajo sombras. Los gorriones cantan, yo callo.
Esa noche, la villa de Lucius acogía una fiesta en un jardín donde olivos, rosas, lirios,
violetas y jazmines florecían bajo la luz de las lámparas humeantes. El aroma de las flores
se mezclaba con el murmullo de una fuente, y los gorriones, posados en las ramas,
observaban a los asistentes. Argos, un perro de pelo gris, merodeaba entre los invitados, su
cola rozando las túnicas. Lucius, ajustando su toga, hablaba con Cicerón, cuya voz cortaba
el aire: “César ambiciona demasiado y este culto de un dios único es veneno para la
República”.
Yo, en las sombras, cargaba una bandeja de vino, mi cojera haciéndome lento.
Entonces la vi: Safira, la concubina siria de un corpulento senador obeso. Su cabello negro,
brillante con aceites de jazmín, caía en ondas que capturaban la luz. Su aroma a mirra me
jud rampoeng
(Jud Rampoeng)
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