SUB UNO DEO

(Jud Rampoeng) #1

envolvió, y su voz, con un acento que alargaba las vocales como un canto del desierto, me
desarmó.
“Titus, sirviente de Marcius”, dijo, sus ojos oscuros como el Éufrates fijos en mí. Tocó una
rosa roja, sus dedos deslizándose por los pétalos. “En Siria, Astarté une a los pueblos sin
cadenas. Roma caerá si aplasta lo que no entiende, cómo estas flores que solo piden sol y
duermen durante la noche”.
Mi ceceo traicionó mi respuesta:
“Sssafira, Roma no essscucha a losss diossses extranjerosss”.
Ella sonrió cariñosa al oír mis “eses”, y el aroma de su mirra se mezcló con el jazmín del
jardín. Probablemente, mi ceceo le recordaría a algún pariente o amigo del pasado.
“La coerción siembra enemigos, Titus. En Damasco, los pueblos conviven porque los
dejamos ser”.
Mis pensamientos se enredaron, y mientras ella se alejaba sinuosamente en la noche, un
cuervo graznó cerca de mí, como si quisiera atraer mi atención fija en su esbelta silueta.
En un rincón, Cassia, una sirvienta gala de ojos tormentosos, retorcía las manos bajo un
olivo, tarareando una melodía que parecía venir de los dioses. Sus dedos rozaron una
violeta, y su mirada se perdió en las ramas. Lucius, ajeno, seguía hablando con Cicerón,
pero yo sentía el peso de un mundo que cambiaba.
Más tarde, cuando casi todos los invitados habían partido, me quedé solo en el jardín, con
los jazmines perfumando la brisa. Entonces, unas palabras en latín vinieron a mi mente:
Oculi Syri, stellis lucent,
Tolerantia floret, Roma cadit.
Rosae spirant, ego claudico ().
(
) Los ojos de Siria brillan como estrellas, La tolerancia florece, Roma cae.
Las rosas respiran, yo cojeo.
El augurio del Foro, la voz de Safira, el silencio de las aves nocturnas: todo indicaba que
Roma se encaminaba, ciegamente, hacia un precipicio. Mi juramento a Lucius me ataba,
pero las palabras de Safira, como las flores del jardín, se enraizaban en mi alma.

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