«Tranquilo», se volvió a decir. Tomó aire. Miró fijamente a los pedagogos
sentados en la primera fila.
—No voy a leer a Balzac.
La conmoción reinó en la sala. Muchos asistentes evidenciaron su estupefacción.
Otros taparon sus bocas con las manos. Alguno se desmayó. Lágrimas
humedecieron el suelo de madera.
—No, de verdad —prosiguió Roberto—. Si quieren, les expondré mis motivos.
El público, intentando recuperarse de su decepción y de su sorpresa, solicitó
razones, motivos, causas, excusas. Tenían la esperanza de que no fuera capaz de
explicarse, de que la debilidad de sus argumentos obligara al niño a retractarse.
Roberto, sin embargo, no defraudó.
—Tengo tres motivos. Primero: era francés. Segundo: hablaba en francés.
Tercero: escribía sobre Francia.
Los quinientos especialistas de la educación no tuvieron por más que callar y
dejar que las palmas de sus manos mostraran lo que pensaban. «¡Qué justificación
tan impecable!» «¡Qué voz tan decidida!» «¡Qué mocasines tan bonitos!», querían
decir inconfundiblemente con sus aplausos. Y es que el raciocinio siempre triunfa
sobre el fanatismo.
El estruendo del palmoteo fue tal que los vecinos llamaron a la Policía. Las
fuerzas del orden acudieron y disolvieron el congreso. Tres pedagogos fueron
condenados a servicios a la comunidad.
«Quiero irme de este mundo».
Una semana después, sin alejarse demasiado de donde sus padres tomaban el sol,
Roberto caminaba sobre la orilla de una playa, haciendo lo que más le gustaba.
Quería capturar rápidamente lo que habían escrito los amantes, los amigos, los
viajeros, los niños, los drogadictos, los socios del Hércules, los jugadores de rol y
los demás miembros de esa minoría selecta que escribe sobre la arena.
«Quiero irme de este mundo»: tal era la única grafía que Roberto había podido
encontrar aquel día. Una ola la dejó en nada. Enfrente de Roberto, una niña rubia,
probablemente de su misma edad, seguramente con unos pocos centímetros menos
de estatura, miraba al suelo. Iba vestida con un bañador de una pieza con caras de
gatitos.