—Siempre creí que se pronunciaba Nels.
—Y así era. —Harlon comenzaba a preguntarse si ella le estaba siguiendo el
juego—. Pero cuando cumplió cuarenta años, dijo: «¡Ya está bien de quitarme
letras!» Y pidió que lo llamáramos Niels.
—¡Conoció usted a Geilatt cuando tenía tan solo cuarenta años! Debe de ser
mayor de lo que aparenta. Y yo que le echaba treinta, treinta y tres años...
El detective sintió una puñalada ficticia en su cuestionable alma. ¿Que
aparentaba... treinta y tres años? ¡Oh, qué mujer tan mezquina! Pero eso no hizo
más que incrementar la atracción y Harlon no dejó entrever reacción alguna. Su
rostro podía permanecer impasible si él lo deseaba, lo cual le había sido de
inestimable utilidad en partidas de póker, controles de alcoholemia y colas de
supermercado.
—No, no estaba presente. Pero me lo contaron tan bien que lo asumí como si
hubiera estado delante del mítico Niels. ¡Qué personaje!
La cosa funcionaba. Roberto, sentado en frente, parecía tener la intención de
saltar con alguna intervención del estilo: «Melibia, él es sobrino de Stevn Cracksey,
el presidente». A Ana parecía divertirle la sensación. Por si acaso, Harlon miró
sutilmente a los niños y se pasó un dedo por el cuello.
—Eso te iba a decir yo —comentó Melibia—: que tenías un poco de espuma
de afeitar en la zona de la nuez.
—Sí, bueno, los tostafísicos cuánticos tenemos una merecida fama de
despistados. Como vamos pensando en nuestras cosas... cosas cuánticas...
—Soy Melibia Esprún —se presentó.
—Harlon... Harlon bastará.
—¡Ah! ¿Harlon? —Melibia se volvió hacia los pequeños—. Chicos, ¿es él el
Harlon del que...?
Ana y Roberto ya se habían ido. Los niños, pensando que a veces los jóvenes
necesitaban su tiempo para intimar, les dejaron solos. Quisieron ir a otro vagón del
tren y lo consiguieron... aunque no de la forma más habitual.
De repente estaban en otro lugar del Quantum Express, pero no recordaban
haber pasado por un espacio intermedio, como si el tren no fuera una realidad
continua.