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habían rendido a las YPG, las fuerzas de defensa mayoritariamente kurdas
que derrotaban a los combatientes del autodenominado Estado Islámico
(ISIS) en Baghouz, su último bastión en Siria. Los prisioneros iban a ser tras-
ladados a un campo de detención donde había internados decenas de miles
de partidarios y simpatizantes del ISIS. Los guardas los vigilaban triunfantes.
A cien metros de ellos, combatientes kurdas con AK-47 al hombro custo-
diaban a mujeres y niños, seguramente esposas e hijos de militantes. Mien-
tras aquellas guerrilleras –conocidas como las YPJ– charlaban, algunas
daban largas caladas a sus cigarrillos (con el ISIS, las mujeres tenían prohi-
bido fumar). Otras se arreglaban el cabello usando el teléfono móvil a modo
de espejo (con el ISIS, la mujer que no se cubría el pelo y el rostro se ganaba
unos latigazos). De vez en cuando una de ellas se dirigía a las mujeres vela-
das, un mar de tela negra moteado por miradas recelosas y niños mugrientos.
Conforme avanzaba la mañana, algunas combatientes de las YPJ decidie-
ron estudiar al enemigo más de cerca. Al principio se aproximaron a los dos
prisioneros como si tal cosa. Luego, con pausada deliberación, describieron
un cerrado círculo en torno a ellos, mirándolos fijamente. No mucho tiempo
atrás, en aquella misma ciudad, a cualquier mujer que hubiese actuado de
ese modo la habrían podido ejecutar. Pero el ISIS había caído y las defenso-
ras de la Siria kurda reivindicaban un estatus parejo al de sus camaradas
varones. Ellas y ellos estaban juntos en la primera línea de combate, sabo-
reando la victoria.
Desde el desierto de Siria, las sabanas de Sudán del Sur o la selva desga-
rrada por la guerra del oeste de Colombia, cada vez son más las mujeres
presentes en la primera línea de los conflictos militares. Difieren sus uni-
formes y sus circunstancias, pero todas explican motivaciones similares