Aparece en el diario de mi primer
safari aquel día que vi leones a cobi-
jo de un árbol kigelia, dos machos
de espléndida melena oscura y va-
rias leonas rodeadas de cachorros.
La excitación fue tal que se me ol-
vidó todo lo demás. En aquel viaje
se resistió el leopardo, pero quizás
esta vez tenga más suerte. Estamos
en «la llanura sin fin», Serengeti,
donde la mirada se pierde entre los
colores tenues de la sabana, entre
mares de hierba, euforbias y aca-
cias silueteadas por el sol en llamas
del atardecer. Serengeti resuena
como el nombre de un mundo per-
dido que encierra los secretos de un
alma lejana e indómita que en mu-
chos lugares son solo un recuerdo.
Aquí la vida y la muerte bullen en su
expresión primigenia, sincera y dra-
mática, sin tapujos.
Desde las vastas praderas del sur
llegamos a las orillas del río Se-
ronera. Vemos gacelas de Grant y
de Thomson olfateando la lluvia
en el aire, manadas de elefantes
rodeando el vehículo y guepardos
apostados en las redondeadas lo-
mas graníticas de los kopjes. Los
impalas miran con recelo las hie-
nas, entretenidas en evitar que bui-
tres y chacales les roben un trozo
de carroña. Las jirafas pasean su
elegancia excéntrica mientras ce-
bras y búfalos pacen levantando la
cabeza de cuando en cuando. Los
damaliscos vigilan con las patas
delanteras sobre viejos termiteros,
y los desgarbados alcéfalos pasan
frente a los grandes elanos, que
los observan con indiferencia. Un
serval se esconde furtivo mientras
vemos pacer a los facoceros arrodi-
llados sobre la tierra y con el pena-
cho de la cola en alto.
Cuando el Seronera confluye
con el río Otangi se forma la char-
ca de Retina, donde decenas de hi-
popótamos se refugian del calor.
JOHN WANG / GETTY IMAGES