Seguimos las riberas del río Gru-
meti por el Corredor Occidental.
Se nos cruzan mangostas y babui-
nos, avutardas, avestruces, secre-
tarios a la caza de serpientes, cer-
copitecos, águilas...
Por el norte entramos en el re-
moto y accidentado territorio de
Lobo Valley, donde miles de ñus se
aprestan a cruzar el río Mara ace-
chados por los siempre pacientes
cocodrilos. Va muriendo un nuevo
día cuando el ocaso nos regala, por
fin, el salto emboscado de un leo-
pardo que como fantasma entre
visillos cierra sus fauces sobre el
cuello de un infeliz dik-dik.
Dejamos atrás Serengeti y atra-
vesamos la garganta de Olduvai.
En esta parte de África vivimos un
presente radical porque nos en-
contramos con nuestro pasado
más remoto. Fue aquí donde Mary
Nicol descubrió en 1956 el primer
cráneo de Paranthropus boisei (1’75
millones de años). Veinte años más
tarde sacó a la luz las huellas fósiles
de tres Australopithecus afarensis
(3’7 millones de años) en el cercano
paraje de Laetoli. Ella y su marido,
Louis Leakey, trabajaron a escasos
metros de donde nos hallamos aho-
ra para trazar los pasos del desarro-
llo de nuestra especie. Sigue siendo
uno de los yacimientos paleoan-
tropológicos más importantes del
mundo, lo que se refleja en el centro
de interpretación situado sobre un
hipnótico paisaje semidesértico de
pequeños cañones, colinas, cerros
testigo y dunas errantes.
El tránsito desde el pasado se en-
riquece con los ritos de los masáis.
Visitamos uno de sus boma (po-
blado), donde nos reciben entre
saltos y la cadencia de sus cantos
rítmicos, monótonos y profun-
dos, de un misticismo que pudiera
hacernos entrar en trance. Pero
la experiencia no sería completa
sin llegar al lago Eyasi para cono-
cer a dos pueblos singulares: los
datogas, pastores y excelentes
herreros, y los hadzas, grupo bos-
quimano que mantiene su estilo de
vida cazador-recolector. Con los
primeros compartimos forja para
aprender a hacer puntas de flecha
en sus rudimentarias fraguas. Con
los segundos salimos de caza.
Pocas cosas hay tan conmove-
doras como ver fundirse la luz
en la caldera de Ngorongoro. El
mundo desaparece y solo queda la
existencia transformada en belle-
za antigua y salvaje. El gran colap-
so volcánico es un paraíso circular
Los vehículos se detienen
ante el paso de animales,
especialmente de elefantes.
HOFFMANN PHOTOGRAPHY / AGE FOTOSTOCK