—Abi, estaré eternamente agradecida contigo y con tus padres.
Nunca olvidaré que me hayan acogido.
—Cloe, ¡te lo dije mil veces!... No tienes nada que agradecer. —Abi
frotaba el cabello de su amiga—. Tú siempre serás parte de nuestra familia.
En ese instante ella también comenzó a llorar, y ambas se
consolaron con un cálido abrazo que duró unos minutos.
—Bueno, ahora volvamos a casa, mamá nos espera para el
almuerzo... y sabes cómo ella se pone cuando no comemos todas juntas.
Cloe se limpió la cara con prisa, ya estando un poco más aliviada.
—Tienes razón, pero... ni siquiera sabemos qué hora es.
—Lo siento, es mi culpa —comentó Abi un poco avergonzada
mientras se secaba las lágrimas—. Fui yo quien te convenció para no traer
nuestras pulseras.
››Pensé que así disfrutaríamos más del paisaje y nos despejaríamos
de todo; pues quería que contempláramos la naturaleza sin distracciones.
Las dos volvieron a su hogar tomándose del brazo y sonriendo
mientras caminaban. Una vez que llegaron a la pequeña cabaña de dos
plantas, observaron el vehículo rojo de su padre estacionado en frente.
—¿Eh? ¿Por qué el auto de papá está aquí? —preguntó Abi cuando
se acercaban a la entrada de la casa.
Al ingresar vieron al señor Zilak y a la señora Susan, los padres de
Abigail. Ambos estaban de pie en la sala principal, mirando horrorizados la
televisión. El hombre vestía una camisa roja a cuadros, un pantalón negro y
zapatos del mismo color. Este cruzaba los brazos y se mordía las uñas
mientras zapateaba el suelo con nerviosismo. Su madre tenía el celular
plano pegado al oído, con el rostro pálido de preocupación. La mujer
llevaba un vestido largo y floreado, con sandalias marrones.
—¿Papá? ..., ¿qué haces aquí? ¿Por qué no estás en el traba...
—¡Abi!... ¡Cloe! ¡Gracias al Santo Raxán que están bien!... ¡Las
estuve llamando como loca y no contestaban! —Les gritó Susan
abrazándolas con lágrimas.
—Me alegra que estén a salvo, niñas —comentó Zilak, besando a
ambas en sus frentes y dándoles un fuerte abrazo.