SUB UNO DEO

(Jud Rampoeng) #1

Capítulo 2: César
Un viento suave, templado, acariciaba y cubría Roma de un velo dorado, pero el ambiente
en la Curia Hostilia era denso, cargado de palabras que pesaban más que las esfinges de
Egipto.
Yo, Titus, liberto nacido en Atenas, oculto en un rincón discreto, sostenía los pergaminos de
Lucius Marcius. Mi ceceo, maldición que me hacía hablar más bien poco, se agitaba en mi
pecho mientras observaba a los oradores. Lucius, ajustando su toga con dedos nerviosos,
miraba al centro, donde Julio César, con su porte de halcón, se alzaba para hablar. Afuera,
los buitres orejudos africanos graznaban en lo más alto, y las malvas silvestres, moradas y
tenaces, crecían en los márgenes de la Curia, desafiando el polvo primaveral.
César, con una voz que llenaba el aire como un trueno lejano, declaró: “Hay demasiados
dioses entre los pueblos del mundo conocido. La gente cree en ellos y obedece a sus
augures. A Roma no le conviene la revuelta. Deberíamos establecer un único dios para
todos y también una única lengua”. Cicerón, con ojos encendidos, lo interrumpió: “Antes
decías ‘divide et vinque’, ¿Has cambiado de opinión?”.
César, con una sonrisa fría, respondió: “Enfrentando a sus dioses y a sus pueblos les
vencimos, cierto. Sin embargo, una vez vencidos, a Roma le conviene convertirlos en
romanos. Una sola lengua y un solo dios, para todos, consolida el poder de Roma”.
Sus palabras cayeron como una piedra en el Senado. Lucius, con la toga impecable, se
levantó, su rostro tenso. “Roma es fuerte por su diversidad”, replicó. “Sus dioses y lenguas
son sus raíces. Arráncalas, y el árbol caerá”. Un senador aliado de César, de ojos
estrechos, alzó un denario reluciente con la imagen de Júpiter. “Este dios unirá a todos los
pueblos”, dijo, su voz un eco de la ambición de César.
Mis pensamientos se enredaron, y mi cojera me hizo tropezar al moverme. Un sestercio
brillaba en el suelo, olvidado, como si Roma despreciara sus propias monedas. Los
gorriones cantaban como de costumbre, en el exterior, pero yo oía el miedo. Unos versos
aparecieron en mi mente:
Unus deus, Roma frangit,
Lingua sola, gentes fugant.
Passeres cantant, ego taceo().
(
)Un solo dios rompe Roma,
una sola lengua ahuyenta a los pueblos. Los gorriones cantan, yo callo.
Ese mismo día, Lucius me envió al mercado a espiar rumores del culto a Astarté. El Foro
bullía bajo la luz del sol, con puestos rebosantes de higos maduros, aceitunas relucientes,
pan de cebada, lentejas en sacos, y frascos de garum cuyo olor picante se mezclaba con el
polvo. Bandadas de estorninos sobrevolaban las blancas columnas, los arcos, los frisos y
ascendían raudos por las escalinatas.
Pagué un as por un puñado de higos, torpe por mi cojera, cuando la vi: Safira, su cabello
negro brillante con jazmín, su aroma a mirra cortando el hedor del garum. Su acento sirio,
alargando vocales como un canto, me desarmó. “Titus, ¿oyes los rumores?”, dijo, tomando

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